miércoles, 27 de noviembre de 2013

En el casco

El asado recién había sido comido. Estaban haciendo la sobremesa, ahuyentando moscas. Martín se levantó y caminó en dirección a los perros, que ya no merodeaban las mesas en busca de restos de carne, pues estas ya habían sido "levantadas", como se dice, por la dueña de casa, ayudada por la esposa de otro de los comensales. El grupo dividía sus acciones en tres: fumar, tomar los restos de las botellas y charlar. Las conversaciones estaban segmentadas y tenían ritmo pausado, tanto que algunos iban anunciando que dormirían la siesta.

Nadie notó que Martín se había alejado hacia los animales. Uno de los perros, el macho, era muy chico, y descansaba junto a una hembra de enorme porte, que seguramente contaba con algún antepasado ovejero alemán. Estaban a unos 30 metros, junto a la puerta de entrada de lo que había sido un casco de estancia, y ahora lucía reciclada. De sombra a sombra, Martín atravesó el sol abrasador que iba del quincho improvisado bajo un árbol donde había comido junto a los demás, y la galería externa del casco donde estaban tendidos los canes. Ya junto a estos, se agachó y los zamarreó; pero estos, echados, no le dieron bola, e interpretó en ese gesto que estaban gustosos del zamarreo. A los pocos metros jugaban dos niños, hijos de una de las parejas. Uno de ellos tenía en sus brazos un gato siamés.  Martín levantó al perro más pequeño y con este entre sus manos se acercó a los chicos.
Oyó el grito a sus espaldas:
-¡Qué hacés!, vociferó la madre de los pibes.
-¡Estás loco!, alzó la voz de otro de los comensales.
Martín se dio vuelta y los miró perplejo. Fueron segundos en los que percibió cómo el cuchicheo aumentaba y rompía cada tanto con un estallar de risas. Alarmado, dejó caer el perro como peso muerto; la repentina caída dejó al perro rengueando.  
-Lo lastimaste al chiquito, le espetó en la cara la dueña de casa, mientras la madre de los chicos lo miraba increpante a los ojos.
Días después, Martín, que era yo, me pregunté sobre lo malo de acercarse, cómplice, al mundo de la curiosidad y sorpresa, extrañarse. En aquel momento de aquella jornada, buscaba, me digo ahora, la interacción entre los animales, y la de estos con nosotros, peligro de arañazos mediante. De alguna manera quería abordar el juego de la intromisión forzada (acercar animales que no tenían ese propósito) propia de la infancia, y la naturaleza misma. Insisto, buscaba reflexionar, soberbio yo, sobre el significado de la inserción de un campo en el medio de la nada, o de una ciudad en el medio de un pantano (Buenos Aires). Como que el hombre también es, como todos los animales, parte de la naturaleza; pero claro, abordar de manera directa estos asuntos puede generar estupor, desagrado, en los guardianes.
Vuelvo al reclamo de la dueña de casa por los animales, y al de la madre por sus hijos. Martín se sintió muy incómodo. Pero volvió del campo a la ciudad, con su novia, que ahora es mi ex. Al otro día, domingo, se levantó con algo de pesadez por tanta carne y tanto vino (del bueno, por suerte). Compró el diario y se sentó a leerlo en la plaza cercana de su casa. El único de los bancos que tenía sombra estaba junto a la avenida, así que lo eligió. A la vista, en otro banco, también a resguardo de la sombra, había una pareja risueña. Como almibarados se abrazaban. De tanto en tanto el se sonaba la nariz y escupía. Le daba curiosidad cómo ella se mostraba indiferente a los gargajos, que eran cada vez más insistentes y se alternaban con efusivos besos. Los vio levantarse, bellos. También los vio tambalear entrelazados. Imaginó que no habían dormido, que la cocaína seguía haciendo estragos en sus organismos, haciendo foco en las fosas nasales de él, que ahora se agachaba y lanzaba una baba desde su boca. De pie, ella lo esperaba, para besarlo. Intoxicados, jóvenes, gambeteando la muerte, ahondando el disfrute. Indestructibles; pero posiblemente necesiten ayuda en algún momento. A veces en las situaciones extremas, pienso, se percibe a flor de piel la sensibilidad, pero no siempre. Pero pensó también en el cajero del chino que le vendía pan todos los días, y en el lustrabotas y los limpiavidrios a quienes se les pasa de largo sin registrar. Y que si hacen algo fuera de registro se nota mucho.

Miró el reloj, dos de la tarde. Ya tenía hambre. Volvió a la casa, se hizo unos fideos, que le salieron pegoteados. Pensó en los manjares cárnicos del día anterior. Fumaba un cigarrillo cuando lo llamó su novia, mi ex. Luego de hablar un rato, escuchó: -Sí, la venimos remando pero el sábado me di cuenta que lo nuestro no va más.