El asado recién había sido comido. Estaban
haciendo la sobremesa, ahuyentando moscas. Martín se levantó y caminó en
dirección a los perros, que ya no merodeaban las mesas en busca de restos de
carne, pues estas ya habían sido "levantadas", como se dice, por la dueña de casa,
ayudada por la esposa de otro de los comensales. El grupo dividía sus acciones
en tres: fumar, tomar los restos de las botellas y charlar. Las conversaciones
estaban segmentadas y tenían ritmo pausado, tanto que algunos iban anunciando
que dormirían la siesta.
Nadie notó que Martín se había alejado hacia
los animales. Uno de los perros, el macho, era muy chico, y descansaba junto a
una hembra de enorme porte, que seguramente contaba con algún antepasado
ovejero alemán. Estaban a unos 30 metros, junto a la puerta de entrada de lo
que había sido un casco de estancia, y ahora lucía reciclada. De sombra a
sombra, Martín atravesó el sol abrasador que iba del quincho improvisado bajo
un árbol donde había comido junto a los demás, y la galería externa del casco
donde estaban tendidos los canes. Ya junto a estos, se agachó y los zamarreó;
pero estos, echados, no le dieron bola, e interpretó en ese gesto que estaban gustosos
del zamarreo. A los pocos metros jugaban dos niños, hijos de una de las parejas.
Uno de ellos tenía en sus brazos un gato siamés. Martín levantó al perro más pequeño y con
este entre sus manos se acercó a los chicos.
Oyó el grito a sus espaldas:
-¡Qué hacés!, vociferó la madre de los pibes.
-¡Estás loco!, alzó la voz de otro de los
comensales.
Martín se dio vuelta y los miró perplejo. Fueron
segundos en los que percibió cómo el cuchicheo aumentaba y rompía cada tanto
con un estallar de risas. Alarmado, dejó caer el perro como peso muerto; la
repentina caída dejó al perro rengueando.
-Lo lastimaste al chiquito, le espetó en la
cara la dueña de casa, mientras la madre de los chicos lo miraba increpante a
los ojos.
Días después, Martín, que era yo, me pregunté
sobre lo malo de acercarse, cómplice, al mundo de la curiosidad y sorpresa,
extrañarse. En aquel momento de aquella jornada, buscaba, me digo ahora, la
interacción entre los animales, y la de estos con nosotros, peligro de arañazos
mediante. De alguna manera quería abordar el juego de la intromisión forzada
(acercar animales que no tenían ese propósito) propia de la infancia, y la naturaleza
misma. Insisto, buscaba reflexionar, soberbio yo, sobre el significado de la
inserción de un campo en el medio de la nada, o de una ciudad en el medio de un
pantano (Buenos Aires). Como que el hombre también es, como todos los animales,
parte de la naturaleza; pero claro, abordar de manera directa estos asuntos
puede generar estupor, desagrado, en los guardianes.
Vuelvo al reclamo de la dueña de casa por los
animales, y al de la madre por sus hijos. Martín se sintió muy incómodo. Pero volvió
del campo a la ciudad, con su novia, que ahora es mi ex. Al otro día, domingo,
se levantó con algo de pesadez por tanta carne y tanto vino (del bueno, por
suerte). Compró el diario y se sentó a leerlo en la plaza cercana de su casa.
El único de los bancos que tenía sombra estaba junto a la avenida, así que lo
eligió. A la vista, en otro banco, también a resguardo de la sombra, había una
pareja risueña. Como almibarados se abrazaban. De tanto en tanto el se sonaba
la nariz y escupía. Le daba curiosidad cómo ella se mostraba indiferente a los
gargajos, que eran cada vez más insistentes y se alternaban con efusivos besos.
Los vio levantarse, bellos. También los vio tambalear entrelazados. Imaginó que
no habían dormido, que la cocaína seguía haciendo estragos en sus organismos,
haciendo foco en las fosas nasales de él, que ahora se agachaba y lanzaba una
baba desde su boca. De pie, ella lo esperaba, para besarlo. Intoxicados,
jóvenes, gambeteando la muerte, ahondando el disfrute. Indestructibles; pero
posiblemente necesiten ayuda en algún momento. A veces en las situaciones
extremas, pienso, se percibe a flor de piel la sensibilidad, pero no siempre. Pero
pensó también en el cajero del chino que le vendía pan todos los días, y en el
lustrabotas y los limpiavidrios a quienes se les pasa de largo sin registrar. Y
que si hacen algo fuera de registro se nota mucho.
Miró el reloj, dos de la tarde. Ya tenía
hambre. Volvió a la casa, se hizo unos fideos, que le salieron pegoteados.
Pensó en los manjares cárnicos del día anterior. Fumaba un cigarrillo cuando lo
llamó su novia, mi ex. Luego de hablar un rato, escuchó: -Sí, la venimos
remando pero el sábado me di cuenta que lo nuestro no va más.