Volvía con mi padre, de quien no tengo la mejor
opinión, sobre todo si de reflexionar y de autocrítica se trata. Volvíamos de
una misión familiarmente delicada, que de repetida en las últimas semanas se
había tornado, en apariencia, coyuntural; pero era terrible, por decirlo de
alguna manera. Simplifico: hacerle la mudanza a una hija suya y hermana mía que había pasado
por un bajón (simplificación) que la sumergió en una dejadez extrema.
El primer impulso de él había sido cargar la
camioneta con cosas grandes y por ello rápidas de arrastrar por los pasillos,
independientemente de lo pesado y del tamaño de las cajas y bolsas. Para mi
gusto, esa táctica era errónea, ya que no tenía en cuenta lo que faltaba
embalar. De eso me había dado cuenta cuando él no estaba, pues había bajado a
acomodar la camioneta. Había llegado a la conclusión, yo, de que lo más
apropiado era hacer rejunte de rejuntes, que en todo caso las bolsas grandes y
cerradas las llevaría la empresa mudadora, que haría la parte engorrosa del
laburo. A nosotros nos tocaba llevarnos -luego de agrupar- las cosas pequeñas y
delicadas. Se lo expliqué detenidamente cuando volvió al quinto piso. Puede que
me extrañara su rápida aceptación de mi propuesta, pero ahora pienso que no
muchas veces le ha pasado que se interesen en su opinión y le expliquen, y
cuando es así le gana más la bondad (o el pensar más en el otro) que su
envalentonado parecer.
Las circunstancias nos tenían de vuelta, luego
de haber cargado la camioneta al mango con cosas pequeñas. Él manejando, yo, al lado. Durante todo
ese camino mi atención estuvo puesta en un intercambio frenético de mensajes por
celular. Pero eso no me impidió, pese a no prestarle mucha atención,
contestarle algo sobre cada cosa que me decía (raro, solemos hablar), comprendiendo, ahora pienso, su
ansiedad y su manera de tomar la vida como si fuera meramente una hojarasca de
algo. Podrían haber sido peor mis respuestas (o simplificarse en una, "pará que estoy con algo" y acallarlo), pero ya contestarle mientras me las veía con un celular era una falta de respeto. Además, admito, creo que nunca he tenido una conversación de "adultos" con este hombre, y no era algo que quería pasar de largo, al fin y al cabo. Así todo, algo me quitaba la culpa: repetidas veces me ha contestado con monosílabos secos cuando, ya desde adolescente, he intentado hablar con él.
Quiere el mundo que cuando las cosas pasan no siempre estemos atentos (en mi caso mitad lo escuchaba, mitad estaba con los cobardes mensajes detrás del celu), pero con los años uno se pone más atento al atisbo de verdades, como un detective de emociones, pese a lo barato que esto puede resultar escrito.
Quiere el mundo que cuando las cosas pasan no siempre estemos atentos (en mi caso mitad lo escuchaba, mitad estaba con los cobardes mensajes detrás del celu), pero con los años uno se pone más atento al atisbo de verdades, como un detective de emociones, pese a lo barato que esto puede resultar escrito.
Así que le hablaba (contestaba, mejor dicho )cada tanto, entre mensajito y
mensajito. En esas intervenciones, la costumbre me llevaba a hacerle reproches
automatizados, que en más de un sentido son tan justificados como fuera de tiempo y contexto; pero, pienso ahora, también me servían para patear el viaje, pues yo
estaba profundamente concentrado en la otra persona detrás del celular. De
refilón yo le decía cosas del tipo: -Dejame un cuarto de lo que te dejó tu viejo (plata).
Ruin, parasitario, lo mío, lo asumo. Y él lo de siempre, lo de los colegios
privados, las vacaciones de tres meses en la costa y esas cosas. Resumo, colado entre los temas de siempre, en una
me dice: -Después de mi primera hija (a la cual estábamos asistiendo, mudando) me tendría que haber separado.
¡Qué lo tiró, lo que le saqué eso de la boca
sin querer!, pienso que debo haber pensado cuando me lo dijo (además, supongo que habré guardado el celular en el bolsillo), porque esto es
una edición de aquel recuerdo, que me lleva a seguir escribiendo lo
siguiente.
Dejé pasar unos segundos, lo acusé mentalmente
de baboso (lo veía separado de mi vieja y enfiestado, acaso rencoroso por algo
que algo que no hizo), como muchas veces antes, con justa causa. Entonces le contesté (haciéndome
el moderno, el comprensivo) algo así como: -Pero recién estaban casados, che. Su
respuesta me dejó perplejo: -No, de mis hermanos te digo. Sus hermanos habían sido sus socios comerciales
de toda la vida.
No, no. Pienso ahora, este pibe, setentoso hoy, se llevará para siempre cosas sobre la coyuntura de su vida que yo como hijo debería estar al tanto (aunque, me panquequeo, también es saludable que nunca nos enteremos de ciertas cosas de la esfera íntima de nuestros padres), pero nunca sabré por culpa de un montón de prejuicios familiares y de época él que acarrea. Me sentí bien, había
sido un obsequio de confianza de él hacia mí, que inmediatamente volvió a envolverse en la
oscuridad críptica de costumbre.
Seguimos el camino. Recordé en algún momento
las innecesarias y prolongadas explicaciones que él le había hecho antes de
salir al conserje del edificio. Me vi teniendo actitudes
parecidas. También me vi tratando de evitar ser como él, mientras mi firma (rúbrica
escrita) con el tiempo se iba y se va pareciendo más a la de él.
Todo
esto, y sigo pensando que es una de las personas más mezquinas y egoístas que
conozco; o tal vez no lo conozco bien. También es culpa de él.