Hacemos lo correcto aunque nos equivoquemos. Lo
correcto en tanto nosotros mismos. Aquí puede operar la paradoja de que
autotraicionarnos pueda equivaler a ser honestos con quienes somos. Pero no me
quiero referir a estos jueguitos boludos de la lógica, sino a situaciones en
las que la manera de actuar no coincidió con los indicios que hacen presagiar
todo destino.
Veamos. Mi amigo Pablo era un lanzado y
nosotros estábamos en San Bernardo en plena pubertad. El hombre, muchacho
entonces, era el que se inmolaba ante los grupos de chicas abriendo el fuego.
Hacía cosas que no podíamos creer, como encarar a un padre en una confitería,
para que autorizara a sus hijas a salir con nosotros en ese mismo momento.
Solía rebotar, pero, justicia divina, era, pese a su ya prominente barriga y su
extraña nariz, el que más ganaba. Una de esas victorias nos llevó a despedirnos
de un grupo de amigas a la puerta del duplex que alquilaba la familia de su
pretendida (a la madrugada volverían a BA con sus padres). Los demás éramos
soporte. Los importantes eran Pablo y la hija de los inquilinos estivales. Y
llegó el momento. Ella le dice, delante de todos (los rituales de la privacidad
amorosa de a dos los comprenderíamos todos los que estábamos ahí en uno o dos
años): no me vas a dar nada antes de despedirnos. En ese momento dos miradas se
perpetuaron al infinito. La de extrañeza de él hacia ella y la mía a él
tratando de comunicarle telepáticamente que le estaba pidiendo un beso en la
boca. Pero no, sólo hubo chauces y besos en la mejilla de cada uno de nosotros
a cada una de ellas. A las cuadras lo desasno a Pablo. La bronca del pibe fue
casi tan infinita como aquellas recientes miradas. Yo creo que está bien que
tuviera bronca, que quisiera volver el tiempo atrás, ya que no había hecho lo
correcto, que en él hubiera sido romperle la boca ahí delante de todos (además
de encarador, el pibe era de intentar “apretarse” a las chicas al primer cambio
de frases).
Otra. Me pasó hace unos días a mí. Estaba
intercambiando whatsapps de circunstancia en la vereda. Como era una
comunicación fluida me senté en un umbral, ya que no podía caminar con
tranquilidad mientras whatsapeaba. En eso estoy cuando de reojo veo una imagen
linda y extraña. Una chica, sub 30, muy linda, morocha, vestidito pero estilo
rocker, “arrastrando” su bicicleta de una manera muy particular. Apoyaba en el
piso la rueda trasera, que rodaba, mientras tenía elevada la delantera gracias
a llevar el manubrio a la altura de sus hombros, mientras caminaba. Casi de
lejos cruzamos la mirada. Todo indicaba que cuando pasara junto a mí en esa
extraña situación, algo, tirando a piropo, le diría. Por eso, evitar lo obvio, y
porque no soy de piropear (me parece un tanto machista, así que cuando lo hago
no paso de un, qué linda), seguí whatsapeando cuando atravesó mi línea corporal
con su bicicleta color manteca en posición vertical. Luego de pasar, como no me
veía, me di el lujo de mirarla detenidamente sin sentirme un jeropa. Pero me
sentí extraño, pero ¿por qué? El inconciente laburó. No tardé en darme cuenta
de que había obrado fuera de mi lógica. No soy el tipo más amable y atento del
mundo, pero si veo a una mujer que tiene un problema en la rueda delantera de
su bicicleta que la obliga a trasladarla de manera estrambótica durante cuadras
y cuadras, no sería extraño que le preguntara si no necesitaba una ayuda
(¿estaría la rueda pinchada?, no creo, ya que aunque desinflada puede rodar,
¿se le habría trabado el freno?, ¿algún problema en la horquilla?). Y luego,
ayuda mediante, ¿quién sabe? Eso podría haberme llevado algún día a elogiarla
personalmente, que es mejor que piropear. Pero ya había pasado, para siempre.
En este orden de ideas me pregunto si no será
saludable que las personas hagamos cosas meramente para vernos en otra ropa que
la de nuestra personalidad, creencias y cultura (en mi anécdota anterior, por
ejemplo, decirle un piropo a la chica); para jugar, soltarnos y, lo que es
mejor, explorar perspectivas que desconocemos y son capaces de mejorarnos la
vida. Debo confesar que yo mismo suelo experimentar esto de tener actitudes que
van en contra de la propia “esencia”. Claro, es más atractivo lo “malo”, así
que mencionaré la vez que hice algo que
luego vi cometer por sadismo al protagonista de la película American Psico (basada
en la novela de Easton Ellis, que no leeré). Me dije, a ver cómo es ser un
verdadero hijo de puta, y un día, con una enorme sonrisa, le mostré un billete
de alto valor a un pordiosero que yacía en el suelo, en la peatonal Florida. Me
sentí raro. Juro que no lo volveré a hacer.