domingo, 20 de abril de 2014

El billete de cien

Hacemos lo correcto aunque nos equivoquemos. Lo correcto en tanto nosotros mismos. Aquí puede operar la paradoja de que autotraicionarnos pueda equivaler a ser honestos con quienes somos. Pero no me quiero referir a estos jueguitos boludos de la lógica, sino a situaciones en las que la manera de actuar no coincidió con los indicios que hacen presagiar todo destino.

Veamos. Mi amigo Pablo era un lanzado y nosotros estábamos en San Bernardo en plena pubertad. El hombre, muchacho entonces, era el que se inmolaba ante los grupos de chicas abriendo el fuego. Hacía cosas que no podíamos creer, como encarar a un padre en una confitería, para que autorizara a sus hijas a salir con nosotros en ese mismo momento. Solía rebotar, pero, justicia divina, era, pese a su ya prominente barriga y su extraña nariz, el que más ganaba. Una de esas victorias nos llevó a despedirnos de un grupo de amigas a la puerta del duplex que alquilaba la familia de su pretendida (a la madrugada volverían a BA con sus padres). Los demás éramos soporte. Los importantes eran Pablo y la hija de los inquilinos estivales. Y llegó el momento. Ella le dice, delante de todos (los rituales de la privacidad amorosa de a dos los comprenderíamos todos los que estábamos ahí en uno o dos años): no me vas a dar nada antes de despedirnos. En ese momento dos miradas se perpetuaron al infinito. La de extrañeza de él hacia ella y la mía a él tratando de comunicarle telepáticamente que le estaba pidiendo un beso en la boca. Pero no, sólo hubo chauces y besos en la mejilla de cada uno de nosotros a cada una de ellas. A las cuadras lo desasno a Pablo. La bronca del pibe fue casi tan infinita como aquellas recientes miradas. Yo creo que está bien que tuviera bronca, que quisiera volver el tiempo atrás, ya que no había hecho lo correcto, que en él hubiera sido romperle la boca ahí delante de todos (además de encarador, el pibe era de intentar “apretarse” a las chicas al primer cambio de frases).
Otra. Me pasó hace unos días a mí. Estaba intercambiando whatsapps de circunstancia en la vereda. Como era una comunicación fluida me senté en un umbral, ya que no podía caminar con tranquilidad mientras whatsapeaba. En eso estoy cuando de reojo veo una imagen linda y extraña. Una chica, sub 30, muy linda, morocha, vestidito pero estilo rocker, “arrastrando” su bicicleta de una manera muy particular. Apoyaba en el piso la rueda trasera, que rodaba, mientras tenía elevada la delantera gracias a llevar el manubrio a la altura de sus hombros, mientras caminaba. Casi de lejos cruzamos la mirada. Todo indicaba que cuando pasara junto a mí en esa extraña situación, algo, tirando a piropo, le diría. Por eso, evitar lo obvio, y porque no soy de piropear (me parece un tanto machista, así que cuando lo hago no paso de un, qué linda), seguí whatsapeando cuando atravesó mi línea corporal con su bicicleta color manteca en posición vertical. Luego de pasar, como no me veía, me di el lujo de mirarla detenidamente sin sentirme un jeropa. Pero me sentí extraño, pero ¿por qué? El inconciente laburó. No tardé en darme cuenta de que había obrado fuera de mi lógica. No soy el tipo más amable y atento del mundo, pero si veo a una mujer que tiene un problema en la rueda delantera de su bicicleta que la obliga a trasladarla de manera estrambótica durante cuadras y cuadras, no sería extraño que le preguntara si no necesitaba una ayuda (¿estaría la rueda pinchada?, no creo, ya que aunque desinflada puede rodar, ¿se le habría trabado el freno?, ¿algún problema en la horquilla?). Y luego, ayuda mediante, ¿quién sabe? Eso podría haberme llevado algún día a elogiarla personalmente, que es mejor que piropear. Pero ya había pasado, para siempre.             

En este orden de ideas me pregunto si no será saludable que las personas hagamos cosas meramente para vernos en otra ropa que la de nuestra personalidad, creencias y cultura (en mi anécdota anterior, por ejemplo, decirle un piropo a la chica); para jugar, soltarnos y, lo que es mejor, explorar perspectivas que desconocemos y son capaces de mejorarnos la vida. Debo confesar que yo mismo suelo experimentar esto de tener actitudes que van en contra de la propia “esencia”. Claro, es más atractivo lo “malo”, así que mencionaré la vez que  hice algo que luego vi cometer por sadismo al protagonista de la película American Psico (basada en la novela de Easton Ellis, que no leeré). Me dije, a ver cómo es ser un verdadero hijo de puta, y un día, con una enorme sonrisa, le mostré un billete de alto valor a un pordiosero que yacía en el suelo, en la peatonal Florida. Me sentí raro. Juro que no lo volveré a hacer.