Terminé la
secundaria y cursé la universidad sin saber bien cuándo poner las tildes (desde
ahora diré acento, porque tilde me suena horrible). Las que ponía era de
memoria o por costumbre. Solía chingarle fiero, aunque, por asimilación
involuntaria, cierta asiduidad en la lectura me mantenía dentro del decoro, si
eso fuera posible. En alguno que otro examen esa cuestión, faltas de ortografía
en cuanto a los acentos, me bajó la calificación; hoy me parece justo.
Recuerdo
que desde el principio, primer grado, esta situación me tenía preocupado. Me
parecía imposible algún día llegar a embocar bien todos los acentos. Pero lo
logré, y hoy me parece entender por dónde pasaba mi dificultad.
Me veo,
niño, intentando retener en vano aquello de que las agudas que terminan en n, s
o vocal; o que las esdrújulas se acentúan todas; y que las graves en relación a
las agudas no se acentúan nunca, salvo las que no terminan en n, s o vocal. Lo
veía como reglas fijas, impuestas y que por lo tanto nunca me quedaban, no las
podía internalizar. No era tanto rebelarme a la imposición, sino por no
encontrarle sentido a tales reglas.
Así siguió
mi vida y un día, no hace mucho, me descubrí escribiendo casi sin errores. Lo
había logrado. Pero, ¿cómo? Creo que por trabajo e intuición. Fueron los
correctores los que me enseñaron. Trabajé en editoriales y estos maravillosos
seres marcaban los errores míos y de otros en los textos. Casi a la fuerza fui
descubriendo, sin raciocinio evidente, el mecanismo de la gramática en relación
a la fonética castellana y las palabras.
Pero todo
eso debía poder explicarse; tenía que haber una explicación mejor que la de mis
maestros del primario, o algo menos intuitivo que aquella asimilación a partir
del trabajo artesanal de los correctores.
Hará unos
tres o cuatro años encontré la respuesta. Revisando novedades en los
escaparates de una librería, di con un libro de ensayos, Textos de ocasión, de
Daniel Link. Lo hojeé al azar. No creo en esa cursilería de abrir un libro en
cualquier parte y encontrar allí la llave de la vida o, más humilde, del propio
libro. Apenas quería ver de qué iba, aunque la tapa era bastante esclarecedora:
“Métodos / Políticas / Formas-de-vida / Amor al arte / Diario de un televidente
/ Lost”, decía debajo del título, como puedo ver ahora en Internet. La
casualidad, entonces, me llevó a un apartado donde Link, profesor de letras al
fin y al cabo, explicaba la razón de los acentos. No recuerdo exactamente la
justificación (algún día lo compraré, o me lo bajaré al Kindle) pero sí de qué
iba. Trataré de explicarlo. La escritura de nuestro idioma tiene una lógica que
se relaciona directamente con la pronunciación castellana y los recursos,
letras, con las que se cuentan. Eso implica, entre otras cosas, indicar con el
acento ortográfico las excepciones de la pronunciación. Creo que por ahí anda
la cosa.
Estoy
seguro que si mis primeros maestros hubieran abordado la acentuación de esta
manera, con las precisiones que ahora no cuento, pero que están en el libro de
Link, como en muchos otros textos, supongo, hubiera aprendido a escribir
correctamente antes de terminar el colegio primario.
Seguro, la comprensión
del proceso en algún sentido es más compleja para un niño que lo de las agudas
terminadas en n, s o vocal. Más fácil es fijarlo en la memoria. Pero no
siempre, estimo. Debería haber una explicación bifronte de este asunto. Tal vez
la haya actualmente.