martes, 11 de noviembre de 2014

NYC. Apple Make In Touch

Estuve en Nueva York a comienzos de junio, justo antes del Mundial. Hacía unos años que no hacía un viaje al exterior, exterior. Me pareció oportuna la fecha por dos razones: una, porque era justo antes del Mundial (regresé el día de la fiesta de inauguración), con lo que de alguna manera evité tanto mi ansiedad como la más insoportable de los medios y las publicidades; la otra, que ese mes cobraba aguinaldo y algunas colaboraciones, con lo que podría amortiguar mejor los gastos, dado que vengo acarreando algunos gustitos de más.
Lo mío serán algunas observaciones, nada más. Estas, me parece, son entre antojadizas y caprichosas, pero con no aburrir y que estén sostenidas por alguna lógica me alcanza.
Como dicen lo que saben: a ver. Comencemos. Mi situación turística allí, y por lo tanto casi fugaz, me daba la ventaja de la inmediatez. Yo podría vivir dos años en NYC y sacarle mejor la ficha, pero perdería la perspectiva porteña. A una, CABA, la tenía fresca y me daba perspectiva; a la otra la tenía in real time y me ofrecía experiencia directa, aunque con menos contexto obviamente. Desde esas ventajas y desventajas es que escribo esto. También espero que mis palabras no suenen a comparación, lejos es mi intención. Digamos que Buenos Aires me sirve en tanto parámetro objetivo de mi subjetividad, aunque suene a un vulgar juego de palabras.
Habiendo aclarado los tantos, prosigo y me adentro.
Subte
Para mi desgracia, el mejor medio de transporte en la gran manzana es el subte. Sea donde fuere no lo soporto: me agobia hacer combinaciones y suelo distraerme, lo que me hace ser presa fácil de los pungas (existen en todo el mundo occidental, convengamos), por lo que si intento estar atento me estreso. Entonces me decidí a hacer todo a pie, logrando un promedio de 20 km diarios los primeros días, dado que mi hostel estaba en la 100 y Broadway, lejos de los hi lights que hay que conocer en una primera visita a NYC, ya que estos están en torno a la 50, digamos. Por lo tanto, tenía 5 km de movida para todo lo que quisiera conocer. Estuve una semana, y este ritmo de caminata lo pude sostener sólo por cuatro días. A partir de entonces comenzaron a salirme ampollas en los dedos de los pies, y eso que siempre andaba con las zapatillas de correr. Una circunstancial roommate española del hostel me dijo que el secreto era que el pie no hiciera minideslizamientos, que eso era más importante que la comodidad de la pisada, con lo que convenía tener las zapatillas siempre bien ajustadas, y lo que es más importante, usar siempre medias bien apretadas. Tenía mucha razón, pero bueno, me lo dijo el último día.  
A su vez, al querer negarme al subte, y luego tener que recurrir a él casi constantemente en los últimos tres días, hizo que terminara gastando más que los 30 verdes de pase libre semanales que hay en promo.
Dejando de lado estas cuestiones de estrategia y gusto, debo decir que el subte neoyorkino se parece bastante al porteño (deben ser de la misma época). Azulejos de 10 x 10 cm, columnas de hierro y escaleras y pasillos angostos son referentes arquitectónicos de las estaciones. Los vagones son un poco más modernos, nada más. El grado de limpieza o falta de esta es casi similar (en una estación se me cruzó una rata, y en un ascensor –que nosotros no solemos tener en las estaciones- me encontré con una meada humana, lo aseguro porque el olor/hedor es inconfundible-). Me quedó la impresión de que es una ciudad que se va extendiendo mientras la oferta de transporte aumenta; entonces, la aglomeración en hora pico no parece ser tan insufrible como la porteña. Claro, probá viajar 8 am y 17 pm una semana entera y charlamos (yo le esquivé siempre al rush hour bajo tierra). En cuanto a las costumbres, me pareció que hay menos proporción de “colgados” al celular que por aquí. No subestimo al que va obnubilado al celular, aclaro. También vi varias personas con libros, revistas, como acá. Pero me llamó la atención uno leyendo un comic, cosa que no me imagino en Buenos Aires, estimo que por pudor. Nuestros prejuicios de alta y baja cultura nos han vencido.  
Veredas
Vamos a la calle. No hay perros grandes, pero tampoco chiquitos histéricos. El neoyorquino parece optar por los medianos. A riesgo de sonar facho diré que pocas veces me topé con excrementos de animales en las calles. Pero no es que no los hubiera, ya que de hecho observé carteles pidiendo a los dueños de los animales que se hagan cargo de las deposiciones de sus mascotas.

Llegás a la esquina. Ángulo recto perfecto. Los tipos son prácticos, o mejor dicho programáticos. No tener ochavas es aprovechar el espacio arquitectónico, que por amplio no bruma, salvo que se mire para el cielo poblado de rascacielos estando en Manhattan.
Algo que siempre escuché y alguna vez vi en películas es que hay unos dispensers gratuitos de diarios. En realidad son buzones con diarios y revistas tipo fanzines independientes, sin precio; esos que se autosustentan por publicidad o por el bajo coste de su confección. Los diarios se compran en los drugstores, hecho y derecho. 

Ground Cero
En el monumento homenaje a los muertos en las Torres Gemelas la carga simbólica se siente y te invita a la solemnidad. Pero si eso no te pasa o no te das cuenta, hay un enorme cartel donde se pueden leer las normas de convivencia (no skate, no festejos, no tirar petardos, entre otras “recomendaciones”). Esos dos pozos-monumento me parecieron logrados en cuanto a lo artístico, el efecto visual generado por el agua está piola. Algo te dice del infinito y lo efímero. El edificio construido allí junto es altísimo (según un amigo su estructura es antiderribo), pero todavía no está habilitado totalmente. Una parte será Shopping. Estimo que esto habrá generado alguna susceptibilidad como aquí los asados en la Ex Esma, pero no evitarán la consumación del centro comercial (además, aquellas torres eran capitalismo puro, con lo que vale de velado homenaje, de alguna manera).
Esto me lleva a pensar en la política. Nuevamente la practicidad: nada vi ni percibí. Seguro: se reservan todo para las primarias. No hay pintadas políticas por todos lados como en Buenos Aires durante todo el año. Y la verdad, nuestra insistencia (discusiones, roscas, quejas, debates) con la temática electoral y de la cosa pública me parece uno de nuestros rasgos más interesantes como sociedad.
Lindera al Ground Cero está la iglesia St. Peter, donde me metí y pude ver unos apoyarodillas reclinables para cada banco. La sacralizad de nuestras iglesias pareciera impedir un artefacto de este tipo, tan funcional, pienso. No lejos hay otra iglesia, Triniti. Estaba cerrada cuando pasé (sino me mandaba, también). No obstante, lo que me llamó la atención en este caso sucedía puertas afuera, en los jardines de la casa religiosa.  Sucede que este enorme patio es un verdadero camposanto, o sea, un cementerio con lápidas del siglo XVIII que se ven desde las veredas, apenas unas elegantes rejas separan al caminante de ellas. Y yo que pensaba que los que tenían un temita medio frekie con la muerte éramos nosotros. O tal vez son menos solemnes, admiten inconscientemente la que la muerte es parte de la vida, lo que los lleva a convivir con naturalidad con ella. Nosotros, en  Recoleta, Chacarita y van, le metimos un enorme paredón. O sino, tenemos esos parques privados, con esas lomadas verde fluo tan new age sofisticado. No obstante, me la juego a que estos parques privados tuvieron su origen allá en USA. De hecho, por estos lares, Argentina, el cementerio más visual, presente y evidente está en las Malvinas. La impronta sajona también ahí, como en NYC, me parece.

Todo este recorrido por el Ground Cero fue en el que menos perdido me sentí. Es que me acompañó a durante cada paso mi hermana Florencia,  quien vive en Seattle (casi una yankee más, de ahí mi comodidad, ella era mi ángel de la guarda ante cada duda sobre idioma o contexto norteamericano) y hacía cuatro años no veía. Apenas se enteró de que iría a NYC se las arregló para poder darse una vuelta unos días por allí para coincidir. Increíble cómo se prolongan las cosas que nos unen y nos separan de las personas. En minutos comenzamos a jugar los roles que nos definían como hermanos y que tal vez es bueno no dejar tan fijos, esto dicho psicología mediante. Ella con su entusiasmo, su carácter, su potencia para cambiar las cosas; yo con mi dudas sobre todo, con mis arrepentimientos, mis caprichos y cegueras. Todo fue natural, desde mi torpe distancia inicial, por miedo a sentir: “hace cuatro años que no nos vemos y me saludas así, tan fríamente”, hasta en el hecho de darnos el lujo de discutir y un día mandarnos (mandarme ella) al carajo. Volvimos a hablar a las horas, el detonante había sido esa honestidad brutal gratuita, que nadie me pide y suelo regalar (escupir). Pero ella me entiende, es mi hermana.    

Tribeca, Soho
Me habían dicho o escuché que esta parte alguna vez había tenido onda, pero eso era parte del pasado. Y sí, como que la ciudad ya pasó de largo aquella impronta, me dio la impresión. Pero si se paran las antenas se encuentran algunos indicios artie, como un complejo de cine con ciclos (había uno de cine brasilero), o algún bar de jazz al que hay que ir con el dato. Y esto último tuve la noche en que tuve una de las mejores salidas, cosa que se potenció por ser la excusa para encontrarnos con mi amigo (argentino) Maru y la fenómena de su pareja (también criolla), con quienes coincidí en la ciudad por algunos días. Se trataba de una cueva en serio, pues había que bajar unos escalones para estar dentro. Jazz de la puta madre, confirmado por mi amigo que la sabe lunga y a quien le debía el dato: Smalls Jazz Club (sí, bastante chico), en Greenwich Village, que en rigor es un barrio lindero al Soho. El lugar era pequeño, con algunas mesitas y unas filas de butacas donde me tocó en suerte sentarme (mis amigos me habían reservado el lugar). Hubiera preferido mesita, para tomar una copa de vino (red) o un bourbon, los cuales igual tomé gracias a la destreza de la camarera y la camaradería de los compañeros de fila. Por cierto, al Smalls Jazz Club había llegado tarde. Es que no me resultó empresa fácil dar con el Greenwich Village de noche. Para colmo, en una de las tantas veces en que me perdí le pedí ayuda a un latino, cuya desidia en español me cohibió a repreguntar, con lo que me volví a perder. Pero llegué, aunque tarde, para escuchar a cantar a la sueca Rebecca L. Mi amigo me dijo, te la perdiste ahora es todo instrumental. Igualmente la amable Rebecca me regaló una muy amistosa conversación en la barra del bar, gracias a un momento de envalentonamiento no inocente de alcohol. En algún momento de la trabajosa charla (mi inglés anda un poco arriba del nivel Pitman/Cavallo) cometí mi acto más ridículo: de manera muy chauvinista forcé la palabra tango. Me miró como diciendo, ¿y este? ¡Era Ibrahimovich esa secuencia de la charla!, me dije ya fuera del bar y me lo digo ahora. Estaba el Mundial a la vuelta de la esquina y la ausencia del genial jugador sueco ameritaba un nostálgico comentario. Lo del tango fue algo muy forzado, se notó en la cara de ella. Igual muy simpática, y cero histérica. Me bancó (llegó a sacarme tema) hasta mi segundo bache, luego se perdió hablando con miembros de la banda.  Antes de despedirnos me dio su tarjeta (cantante, pero también da clases de canto). Una lady.

Volvamos a los barrios. Si hay resto para caminar, no lejos de Tribeca y Soho, yo creo que a unas 10/15 cuadras, está la zona de Little Italy-Chinatown. Digamos que la primera son dos o tres calles muy caricaturizadas, casi hasta el rídículo. La Boca y Caminito me resultan más auténticas, con eso digo todo. Comparte espacio con Chinatown, donde la cosa parece más vivaz y auténtica. Demasiado auténtica tal vez, ya que aquí fue el único lugar donde vi mujeres de origen asiático no norteamericanizadas. Recuerdo, en particular, escuchar la charla de una de estas mujeres por celular, en japonés o chino. Todas las oraciones terminaban igual, con la misma inflexión sonora exepto cuando parecía hacer una pregunta y/o enojarse.  

Esto me viene bien para subrayar algo. Entre lo más bello de la ciudad destaco a las asiáticas vestidas, maquilladas y peinadas con toda la wave. Aquí me pongo a reflexionar sobre lo bueno de mimetizarse (homogeneizarse) o guetear (encerrarse) para los inmigrantes en cualquier país no natal en el que se busque un futuro. Si se adaptan pierden mucho de su impronta y cultura; si se cierran, como en el Chinatown de NYC o en los de los súper chinos hoy en la Argentina, percibo una mezcla de capricho, subsistencia primaria entre pares o desdén hacia la sociedad a la que llegaron. No sé, son cuestiones muy finitas.
Sigo con generalidades sobre NYC. Si se trata de seducción, me parece que vuelve la practicidad. Relato un episodio. Pasaba una mujer deslumbrante junto a dos trabajadores de la construcción; estos comentaron entre ellos algo alusivo a ella, dado el indicio de sus miradas, pero lo hacían casi obligadamente, los sentí lejos de decirle algo. Para mí, el sentido práctico, la ética protestante, los lleva a sacar de manera intuitiva una conclusión evidente: qué se gana con el avance callejero. Mejor violar (estoy siendo cínico) o directamente avanzar en lugares verdaderamente ad hoc como bares o boliches. Por lo tanto, en la calle cero histeria femenina, pura belleza.
Me pasó de cruzarme por la calle y mirar a los ojos a dos mujeres atractivas (una rubia otra una negra, esta última mucho más linda), y que ambas me devolvieran la mirada con una sonrisa. Me alegraron el momento, pero de saber ellas algo de la rudimentaria idiosincrasia del hombre argentino (si me devuelve una galantería “gusta de mí”), seguro me hubieran manifestado la indiferencia, aparente o no, de nuestras criollas.
Pero insisto. No cruzar miradas en la calle habla de pragmatismo: en la calle se camina, se piensa, se relaciona con otros vía celular, se va hacia algún lado, se descansa la mente en un bar o en el banco de plaza. Pero allí no se busca sexo ni amor. O por lo menos no me pareció.
Museos
Como cada tanto me mando a algún museo porteño, no me sentí un turista hipócrita visitando dos must del arte moderno: el Moma y el Met. Primero debo decir que haber prestado atención a otros visitantes me sirvió para ahorrar plata. En el caso del Met, lindero al Central Park, la entrada cuesta 25 dólares; pero en realidad se trata de un precio sugerido. Hacíamos la fila con un Maru y su pareja (esta fue otra de las salidas del terceto), preguntándonos sobre la operatoria del precio sugerido. Pensábamos dejar 5 dólares por cabeza, y si eso no suponía un papelón. Llegando a la caja, nos convenció a aportar uno por balero la seguridad y naturaleza, con que la gringa que estaba delante nuestro, dijo en boletería: “one ticket” con un dólar en mano. Nosotros, que estábamos pergeñando alguna frase que incluyera “voluntary aport”, necesitábamos ese empuje. El Met nos arrancó tres dólares en total, pues.
Recorrer en una tarde los seis pisos del Met como se debe es imposible. A las corridas se puede, pero meramente para atesorar el estúpido estandarte de haber visto todo. Así que, folleto en mano y con la aplicación de celular pertinente, planteamos objetivos concretos: arte egipcio la novia de mi amigo; catalanes, mi amigo (“Miró creo que tenía que ver con el logo del mundial 82, de ahí que los sigo”, no menor la razón); Francis Bacon, Pollock y La gran ola de Kaganawa, de Katsushika Hokusai (hermosa, ¡era una pequeña estampa!), yo. Claro, en el recorrido vimos grandes obras, a mí de esas de casualidad me gustó mucho una de Klimt, sublime, con mucha identidad. No diré que me defraudó sino que no me gusta el genial Van Gogh, lo mismo me pasa con Dalí, aunque a este último no le creo el chiste, demasiado premeditadamente fluctuante para mí. Acúseme de soberbio pero al de Cadaqués me lo reconfirmé como el García Lorca del surrealismo, en vivo y en directo.   
Sin compañía había ido unos días antes al Moma. En este caso elegí la gratuidad, que acontece los viernes de 16 a 20 horas: promesa de multitudes, que confirmé ya en las inmediaciones (está en la cincuenta y pico, pleno Broadway). Por ser el Moma más chico que el Met, me la jugué en recorrerlo de cabo a rabo, obra por obra, bien a lo turista tonto. Fue casi un acto de masoquismo, ya que al tema de la aglomeración de personas se sumó la curiosa necesidad de la mayoría por sacar fotos. Planteo: ¿tiene sentido fotografiar a una obra cuya imagen se consigue mucho mejor en Internet u otras vías como reproducciones baratas en papel plastificado?, apenas podría justificar esta costumbre extendida (no voy a caer en el lugar fácil de culpar en exclusividad a los turistas japoneses) si uno aparece como parte de la foto, ahí no digo nada; ese “yo con la obra”, o visceversa, es algo único, aunque tenga algo de cholulo (yo, admito, me saqué un par de selfies conmigo y algunas obras). Sea como fuere, propongo prohibir sacar fotos en los museos cuando hay mucha gente. Como paliativo, desde este humilde espacio sugiero a los museos con presupuesto crear una especie de aplicación del celular o servicio del tipo: marco con mi huella digital algún lugar al costado de la obra, y luego cuando me voy paso por un “kiosko” donde me dan a bajo costo un pendrive -lookeado con publicidad del museo en su exterior- con las imágenes que seleccioné en alta. Marqueting y todo, se las dejo en bandeja.  
Pero tal servicio no existe, por lo menos en el Moma (tampoco en el Met). Y tan en serio me la tomé con los que sacan fotos que, como si fuera el protagonista de un western, creé mi propia ley: deambular por el museo como si no hubiera nadie fotografiando. Nadie me insultó ni me pidió que me corriera. También estoy seguro que arruiné algunas fotos. Que se jodan.   
Sigo en el Moma. Si bien recorrí como un poseso todo el museo atravesando multitudes, debo decir que en medio de la vorágine un artista me hizo emocionar, y digo esto a riesgo que sonar cursi. Fue Edward Hopper. Dos obras de él estaban justo frente a un ascensor. No sé si fue apropósito, pero ese lugar elegido por la curaduría no podría haber sido mejor. El movimiento de la ciudad, el museo en este caso, con la indiferencia de los usuarios ansiosos haciendo la cola o bajando del ascensor, bajo el tamiz del espejo de un artista único. La obra que me iluminó los ojos mostraba a una mujer sola, moviéndose en su cotidiana noche urbana detrás de la ventana prologada por la fachada del edificio que la contiene a ella como a muchos otros que no vemos. Un momento único, íntimo, de una ciudad moderna que parece colapsar de vasos comunicantes, pero no. Un panóptico escalofriante que invita a espiar el ensimismamiento de pensamientos mientras se hace; y la protagonista, la que nos lleva de la mano no es la Carrie de Sex and the City, sino que es una de la mayoría, de las que trabajan en comercio o como administrativas. Veo más a Peggy de Mad Men en esa imagen que, insisto, me conmovió sin querer, cómo debe ser.
Los años han pasado desde las épocas de Hopper, pero no creo que hayan cambiado mucho las cosas. Es más, presiento que muchos cambios ahondaron la soledad del todos juntos en la ciudad. Para confirmarlo: la tendencia a tener cada vez menos hijos y aumentar la tasa de envejecimiento en las sociedades occidentales. Los Baby Boomers eran prolíficos en hijos, ahora, con el mismo empeño de producir, se hace necesario tener menos o un hijo.

También pienso, ahora mirando la mencionada obra en Google, sobre el manejo de la luz en Hopper, y creo que en eso, y en otras cosas más, se parece a otro artista que me atrae pero menos, De Chirico. Dos “aparentes” gélidos.
El Met y el Moma no fueron los únicos museos que visité. Estuve un ratito en el de ciencias naturales, al cual entré por error pensando que era el Met (sí, a veces soy medio despistado, digamos). También pagué ad honorem y estuve un ratito, ya que apenas comprendí el error comenzó mi plan de retirada. Es una propuesta al estilo del nuestro en Parque Centenario, pero con mayor presupuesto y mucho más grande. Las escenografías estaban muy bien logradas; la prolijidad de la puesta incluía detalles de cuidado, limpieza y mantenimiento en los animales taxidermizados; pero a veces, muy pocas, había trampas, como lo eran una láminas de unos monos haciendo escenografía junto a otro disecado. Excepción, encontrarla fue como encontrar a Wally.

De librerías comerciales. En la 82 y Broadway hay una Barnes & Noble, la librería pulpo de Norteamérica. Acá podría parangonarse con Yenny/El Ateneo. En los últimos años estas grandes cadenas ofrecen espacios de lectura. Los he utilizado en BA para leer capítulos de libros que no valía la pena comprar, o para “testear” si valía la pena comprar o bajar luego al e-book. Pero el espacio nuestro es muy careta, tiene esa concepción pétrea de la lectura y la cultura. Silencio, ok, pero mesa ratona, cuatro sillas tirando a elegantes (capitoné, Chesterton, que son comodísimas, admitamos), el sentirse observado por los otros (sí, puede ser una obsesión mía). En Barnes, también silencio, pero no impuesto, sino más bien como que no queda otra. Y espacios de lectura y conferencia amplios, con muchas sillas. Lugares que los neuyorkinos se encargaron en esta librería de extender a los pasillos, donde se sientan plácidamente, sin temor a escuchar un, me dio la impresión por la naturalidad con que lo hacían: “disculpe/por favor”. Relaciono esto con el comentario de un amigo argentino que vive en Brooklyn (llegando al final abordaré con más detalle el encuentro que tuve con él). Apenas lo vi, después de varios años, no pude dejar de elogiarle  el sombrero panamá de ala corta que lucía sobre su cabeza, buenísimo, mucha onda. Me dijo, “allá no me animaría a usarlo, acá no pasa nada”. Alguien podrá objetar refiriendo a la impunidad de estar lejos del pago, pero no. Se refería al espíritu yankee.

Vuelvo a la librería de Broadway. Les envidié la flamante edición en inglés del tercer volumen (My Struggle), la monumental autobiografía del noruego Karl Ove Knausgard. En español íbamos por la primera (son cinco). A los meses de volver a BA se editó la segunda en español. Corrí a comprarla. A diferencia de la primera, esta me parece muy sosa; y digo me parece porque no la terminé de leer. La relatividad de las cosas. En fin.
Chauvinista again, busqué autores argentinos en las góndolas. El que nunca defrauda estaba, don Jorge Luis. Otro argento no encontré. Eso sí, como en todas las librerías del mundo está la “obra” de Coelho, a esta altura un autor de fondo (digo, no es best seller pero mantiene las ventas en el tiempo, como El principito).

Un comentario a cuenta de nada. No soy geek, así que no usmeé mucho en comercios de electrónica, pero debo decir no hubo algo de tecnología pública que me encegueciera como otrora a otros las luces de Broadway (nuestros camiones de basura utilizan un sistema más moderno en muchos lugares, de hecho, por donde yo paraba, la 100, pasaban los clásicos camiones con demolición, y los muchachos que van corriendo tirando bolsas, aunque deben tenerlos de lujo y robotizados por lugares por donde no pasé, acaso el Down Town de noche). Eso sí, no existe el teclado en los teléfonos celulares. Son todos touch y de distintos tamaños. Me fije, porque me lo había comentado mi hermano, y lo confirmé casi con vergüenza utilizando mi solitario Blackberry entre multitudes de pantallas ajenas. (Nobleza obliga, cuando escribo esto ya lo cambié por un smartphone).
Mitos
Un párrafo aparte los mitos. Un de ellos dice que los norteamericanos son todos hipervoluminosos, XXL. En Nueva York la gente se ve estilizada. Arriesgo teorías: el movimiento que supone el trabajo diario, el resguardo estético y/o por la salud. Se me da que los grandotes están en las afueras o en ciudades departamento, donde la principal diversión pasa, supongo, por consumir. Y si no es en auto o camionetota, no se mueven.
Tampoco hay tanta reverencia al lisiado (discapacitado) y la embarazada. A la preñada incipiente, con pancita, la pasan de largo, pero debo reconocer que en el subte vi cederle el asiento a una gran panza con mujer afuera.
El típico neoyorquino es muy amable. Y más amable que gaucho a la porteña. Cuestión de la personalidad de cada uno, pero yo prefiero esa amabilidad, pues es menos invasiva. El que me resultó despectivo y a veces hasta despreciable (aclaro que son generalizaciones vagas, desde la apreciación sin rigor científico) fue el latino, en general centroamericano, con el cual siempre quería hacer migas, pero ahora siento que les mendigaba y me lo hacían saber. Recordemos la manito que me dio uno cuando quería encontrar el club de jazz. Veamos, admito mi limitado inglés (nivel Pitman, repito también) y que por eso ellos solían ser presas de mis preguntas en la calle luego de haberlos identificado por su apariencia (tez, rasgos, ropas más modesta). De mala gana en general me respondían, y si no les entendía de primera, jodete, insistir era fastidiarlos. No sé, nuevamente arriesgo teoría: se la toman con el ingenuo turista, que es extranjero como ellos, para dar cuenta de una sutil venganza hacia alguien que pertenece menos que ellos al lugar; de alguna manera te hacen sentir, generalizo, insisto, el relegamiento al que los amables blancos los tienen sometidos para dejarlos vivir con ellos.
Ojo, no se las quiero dejar pasar a los blancos amables. Si tenés todo y sos un privilegiado en el país en el país más poderoso del mundo es más fácil ser buena onda. Sí, entre ellos hay muchos liberals (nuestros progre), cierto, pero también mucho garca amable, seguro. Andá a saber qué hacen cuando las cosas no son como quieren o deben ser: tal vez te voltean gobiernos, te hacen la guerra a un país o reciben para hacer los peores trabajos a 11 millones de extranjeros a quienes no quieren sacar de la ilegalidad con una ley que no quieren promulgar.
Con los grone mucho no me interrelacioné, pero en general me resultaron buena onda.  
Tengo que decir que donde tanto gringos como hispanos se mostraron poco corteses fue en el aeropuerto. Empecemos con que en el ingreso a USA los empleados de migraciones visten de policía o son policías, no sé. En la Argentina el control de ingreso y egreso es un servicio civil, asistido por policías auxiliares para cualquier contingencia. Y al salir del país del norte, en el aeropuerto todos (sin distingo, alemanes, griegos, viejos, niños) nos descalzamos; qué asco ese piso. Me llamó también la atención que nos hicieran hacer lo mismo en Perú (Lima era la escala del viaje de vuelta). Están haciendo bien los deberes en la tierra del Inca, parece.
Y ya que mencioné a Perú, se me viene a la mente la venganza del Inca. Y una cosa lleva a la otra. En NYC no percibí ese perfume de marihuana que de vez en cuando nos regalan las calles porteñas. Nunca. Sí, seguro que puertas adentro muchos fuman grass, toman crack, heroína y merca. Pero para averiguarlo en profundidad andá a quedarte un año (y no una semana como yo), y decime.
Misterio
El de las bicicletas. Primero convengamos algo, no es una ciudad en la que se ande mucho en bici. Se las ve por las calles, pero no parece la mejor opción para movilizarse. Lo que me llamó la atención es el abandono de bicicletas atadas a los postes con imponentes cadenas. Se nota que muchas de ellas hace meses que están ahí, pues el oxido y la deformidad que provoca la insistencia de la gravedad sobre ellas las va deformando.

Otra situación extraña es la de la refrigeración. Prácticamente no vi splits fuera del centro (donde supongo los edificios deben tener sistemas de refrigeración especiales). Si es para una habitación o un negocio, marche un aire acondicionado. El edificio que tenía en frente del hostel lo confirmaba, tanto como mi propia habitación. Hacía ruido y mucho, el aparato. ¿Será una moda Argentina la de los splits?  Ahí, una nueva venganza de parte de mi viejo blackberry (la otra, los camiones de basura).
El pulmón
El Central Park es enorme, qué novedad. Pero lo note amable, tranquilo, sin esa carga de tensión que tienen los porteños cuando usan (no es inocente la palabra) a los Bosques de Palermo los fines de semana (no digo “usamos”, ya que todavía no quiero torturarme, y eso sería ir a los bosques un finde). En el Central Park vi algún casamiento diurno, una calesita que no parecía la más top pero contaba con lo que toda calesita que se precie de tal debe tener: caballos que suben y bajan. Los fijos son un insulto. También me topé con los azulejos de Imagine frente al edificio Dakota, que ni una placa tiene en su fachada sobre el triste suceso por el que es conocido (por lo menos yo no la vi). Tengo entendido que allí vive todavía Yoko Ono. No sé, yo me hubiera mudado, un bajón pasar regularmente por la vereda donde estuvo aquel charco de sangre. Me quedé con la duda sobre la vida o no del Central Park por la noche. ¿Será un reservorio de marginalidad en esas horas, como aquí lo son las inmediaciones de la reserva o los bosques palermitanos? 
El lago (y reserva acuífera con tortugas marinas a la vista) más grande del Central Park es el que homenajea a Jacke Kennedy. Troté su perímetro en media hora. Más allá de que el CP es enorme (hasta tiene un zoo que no vi; a propósito, qué opinión tendrán sobre este los liberals), contar con distintos niveles escalonados hacia la calle hace que no haga falta en la mayoría del perímetro poner rejas; entonces, si las hay, nunca son tan invasivas como las del parque Riviadavia, por ejemplo. Esos desniveles, a su vez, propician senderos diferenciados: los había para el caminante y para los que prefieren el running y el ciclismo.

Fuego
En una semana vi muchas bombas de agua, y autobombas. A media cuadra de donde paraba hubo un leve incendio. Parece que la del fuego es una situación recurrente, que entre otras cosas originaron esas escaleras externas tan bellas y características que dicen presente en muchas de las fachadas de la ciudad.
Tan características como esas escaleras son las casas con porche, esas con pequeñas escalinatas, en cuyos descansos los vecinos depositan los residuos en tres cestos que diferencian basuras. No quedaban tan bien (seguro que arquitectos que las diseñaron en su tiempo no sabían de ecología), por lo que algunos hicieron unos cajones cool tipo composteras, pero eran los menos. Si de eco hablamos, tuve que comprar pilas y la vendedora me pidió que le dejara la que iba a reemplazar, pues tienen un sistema de reciclado especial para estas.

Sigo caminando. Si cruzás la calle y muchos autos iban a doblar, se puede armar la cola de vehículos, con bocinazo de todos al primero para que atropelle a la gente, incluido, como acá; pero noté un poco más de paciencia que en las calles porteñas, aunque convengamos, las arterias son muchos más amplias. El damero de nuestro centro se me torna un laberinto, si comparo sensaciones, y eso que allá los edificios son mucho, pero mucho más altos. Además, bien por los fabricantes norteamericanos: las bocinas suenan menos potentes que las nuestras, y eso que los autos son tirando a portentosos.
Si se trata de comer  a la pasada, no descubro nada si menciono a los hot dog y brochetes de una carne que parece molida o akiarab árabe. O la pizza slice (finita pero grande, con poco queso, masa crocante y desábrida salsa; con dos porciones y una soda, 5 dólares, te llenás). Dos veces comí en un restaurante hecho y derecho. No recuerdo lo que comí ahí, pero en el segundo estaba bien el pollo. Se notará por este párrafo que no anduve con prentensiones gastronómicas, que las tengo, en la gran manzana.  
Algo que se podría importar, como idea, es la ensalada por kilo, que no es lo mismo que la comida por quilo que tenemos como novedad gracias a los chinos acá. Allá, en el supermercado hay un espacio con mostrador. Vos le das el bowl de plástico transparente al empleado con alguna de las varias ensaladas que hay. Este destapa el bowl y pone el contenido en una especie de palangana de hierro. Acto seguido uno le señala (la practicidad, nuevamente, al palo) lo que uno quiere agregar: salmón, pollo, tomate, pepinillos, huevos duros. Una vez culminada la elección el buen hombre lo mezcla y si le pedís te lo corta todo chiquitito. Finalmente, lo vuelve a poner tod en el bowl de plástico y lo pesa. 5 dólares te puede salir esta interesante ensalada. 
Sigo en el supermercado, las frutas y verduras tienen la misma fisonomía que las nuestras. Tal vez la principal diferencia es que son muy/más iguales entre ellas (¡danger!, nada de imperfección natural); cajones y cajones con naranjas exactamente iguales, aunque no todo es tan así, exagero. No exagero, eso sí, si digo que las verdulerías suelen ocupar todo el frente del supermercado, formando casi parte de la vereda. No son un anexo marginal del supermercado chino, ni están en el fondo del hiper; aunque son más vulnerables al smog estas fachadas verdulerías, convengamos. La naturaleza no procesada (más allá de la mencionada exactitud genética), como carta de presentación de los supermercados. Y ahí también, creo, una razón de la inexistencia de personas XXL.
Eso sí, si se trata de alcohol, el supermercado se limita a las cervezas y alguno que otro vino. Los Liquor son los indicados. Allí descubrí un bourbon del pueblo pero noble (nuestras bebidas del pueblo no son nobles, salvo la ginebra), marca Evan Williams. Glorioso para ir llevando la cosa (si no me dieron este cuando pedí cheapest bourbon como fui por el segundo whisky en el bar de jazz, pega en el palo).
Brooklyn
Catarata de onda. Lejos el lugar más reconfortante de la Nueva York que conocí. Todo comienza desde el otro lado de la gran Manzana, en la estación Clarks. Te bajás ahí después de haber atravesado el río por debajo (tal vez me equivoque) y lo que te encontrás es una suerte de mezcla entre Puerto Madero (pero con vida e historia) y Palermo Viejo. Y desde la coqueta costanera, a lo lejos, los rascacielos (no estuve de noche, pero adivino que debe ser impresionante).
Aquí me esperó mi amigo, el del sombrero que mencioné antes, con quien pasamos una tarde gloriosa, por lo amena. Tomamos unos drinks en un bar; su mujer luego pasó por allí para saludar y nos encargó el cuidado de la pequeña hija de ambos. Curioso, en la casa, me contaba mi amigo, entre los padres hablan ambos idiomas, pero como todo el entorno de la pequeña (colegio, amigos, TV, Internet) habla inglés, es con este último idioma que se maneja la niña con real asiduidad. Entonces, le hablabas o preguntabas algo en castellano y te lo respondía en inglés. Me entendía perfecto, pero yo no tanto a ella.
Chaucha
En el debe Quenns, Bronx y Staten Island, que junto a mis “conocidas” Manhattan y Brooklyn, conforman las cinco barrios regenteados por otras tantas familias en El Padrino.  En estas dos conocidas haber recorrido un promedio de 20 km diarios no es poco. Los dedos de mi pie lo supieron, ya lo dije. Y como me estoy poniendo repetitivo, voy llegando al final.
Termino con algunas dudas, que son una. ¡Qué es el turismo, para qué sirve; es una migración devaluada, un voyeurismo de otras costumbres, la adquisición temporal de un contexto ajeno? No sé, pero depende de uno que esté bueno.