Estuve en Nueva York
a comienzos de junio, justo antes del Mundial. Hacía unos años que no
hacía un viaje al exterior, exterior. Me pareció oportuna la fecha por dos razones: una,
porque era justo antes del Mundial (regresé el día de la fiesta de inauguración),
con lo que de alguna manera evité tanto mi ansiedad como la más insoportable de
los medios y las publicidades; la otra, que ese mes cobraba aguinaldo y algunas colaboraciones, con lo
que podría amortiguar mejor los gastos, dado que vengo acarreando algunos gustitos
de más.
Lo mío serán
algunas observaciones, nada más. Estas, me parece, son entre antojadizas y
caprichosas, pero con no aburrir y que estén sostenidas por alguna lógica me
alcanza.
Como dicen lo que
saben: a ver. Comencemos. Mi situación turística allí, y por lo tanto casi
fugaz, me daba la ventaja de la inmediatez. Yo podría vivir dos años en NYC y
sacarle mejor la ficha, pero perdería la perspectiva porteña. A una, CABA, la
tenía fresca y me daba perspectiva; a la otra la tenía in real time y me
ofrecía experiencia directa, aunque con menos contexto obviamente. Desde esas
ventajas y desventajas es que escribo esto. También espero que mis palabras no
suenen a comparación, lejos es mi intención. Digamos que Buenos Aires me sirve
en tanto parámetro objetivo de mi subjetividad, aunque suene a un vulgar juego
de palabras.
Habiendo aclarado
los tantos, prosigo y me adentro.
Subte
Para mi desgracia,
el mejor medio de transporte en la gran manzana es el subte. Sea donde fuere no
lo soporto: me agobia hacer combinaciones y suelo distraerme, lo que me hace
ser presa fácil de los pungas (existen en todo el mundo occidental,
convengamos), por lo que si intento estar atento me estreso. Entonces me decidí
a hacer todo a pie, logrando un promedio de 20 km diarios los primeros días,
dado que mi hostel estaba en la 100 y Broadway, lejos de los hi lights que hay
que conocer en una primera visita a NYC, ya que estos están en torno a la 50,
digamos. Por lo tanto, tenía 5 km de movida para todo lo que quisiera conocer.
Estuve una semana, y este ritmo de caminata lo pude sostener sólo por cuatro
días. A partir de entonces comenzaron a salirme ampollas en los dedos de los
pies, y eso que siempre andaba con las zapatillas de correr. Una circunstancial
roommate española del hostel me dijo que el secreto era que el pie no hiciera
minideslizamientos, que eso era más importante que la comodidad de la pisada,
con lo que convenía tener las zapatillas siempre bien ajustadas, y lo que es
más importante, usar siempre medias bien apretadas. Tenía mucha razón, pero
bueno, me lo dijo el último día.
A su vez, al querer
negarme al subte, y luego tener que recurrir a él casi constantemente en los
últimos tres días, hizo que terminara gastando más que los 30 verdes de pase
libre semanales que hay en promo.
Dejando de lado
estas cuestiones de estrategia y gusto, debo decir que el subte neoyorkino se
parece bastante al porteño (deben ser de la misma época). Azulejos de 10 x 10
cm, columnas de hierro y escaleras y pasillos angostos son referentes
arquitectónicos de las estaciones. Los vagones son un poco más modernos, nada
más. El grado de limpieza o falta de esta es casi similar (en una estación se
me cruzó una rata, y en un ascensor –que nosotros no solemos tener en las
estaciones- me encontré con una meada humana, lo aseguro porque el olor/hedor
es inconfundible-). Me quedó la impresión de que es una ciudad que se va
extendiendo mientras la oferta de transporte aumenta; entonces, la aglomeración
en hora pico no parece ser tan insufrible como la porteña. Claro, probá viajar
8 am y 17 pm una semana entera y charlamos (yo le esquivé siempre al rush hour
bajo tierra). En cuanto a las costumbres, me pareció que hay menos proporción
de “colgados” al celular que por aquí. No subestimo al que va obnubilado al
celular, aclaro. También vi varias personas con libros, revistas, como acá. Pero
me llamó la atención uno leyendo un comic, cosa que no me imagino en Buenos Aires,
estimo que por pudor. Nuestros prejuicios de alta y baja cultura nos han
vencido.
Veredas
Vamos a la calle.
No hay perros grandes, pero tampoco chiquitos histéricos. El neoyorquino parece
optar por los medianos. A riesgo de sonar facho diré que pocas veces me topé
con excrementos de animales en las calles. Pero no es que no los hubiera, ya
que de hecho observé carteles pidiendo a los dueños de los animales que se
hagan cargo de las deposiciones de sus mascotas.
Llegás a la
esquina. Ángulo recto perfecto. Los tipos son prácticos, o mejor dicho programáticos.
No tener ochavas es aprovechar el espacio arquitectónico, que por amplio no
bruma, salvo que se mire para el cielo poblado de rascacielos estando en
Manhattan.
Algo que siempre
escuché y alguna vez vi en películas es que hay unos dispensers gratuitos de
diarios. En realidad son buzones con diarios y revistas tipo fanzines
independientes, sin precio; esos que se autosustentan por publicidad o por el
bajo coste de su confección. Los diarios se compran en los drugstores, hecho y
derecho.
Ground Cero
En el monumento
homenaje a los muertos en las Torres Gemelas la carga simbólica se siente y te
invita a la solemnidad. Pero si eso no te pasa o no te das cuenta, hay un
enorme cartel donde se pueden leer las normas de convivencia (no skate, no
festejos, no tirar petardos, entre otras “recomendaciones”). Esos dos
pozos-monumento me parecieron logrados en cuanto a lo artístico, el efecto
visual generado por el agua está piola. Algo te dice del infinito y lo efímero.
El edificio construido allí junto es altísimo (según un amigo su estructura es
antiderribo), pero todavía no está habilitado totalmente. Una parte será
Shopping. Estimo que esto habrá generado alguna susceptibilidad como aquí los
asados en la Ex Esma, pero no evitarán la consumación del centro comercial
(además, aquellas torres eran capitalismo puro, con lo que vale de velado
homenaje, de alguna manera).
Esto me lleva a pensar
en la política. Nuevamente la practicidad: nada vi ni percibí. Seguro: se
reservan todo para las primarias. No hay pintadas políticas por todos lados
como en Buenos Aires durante todo el año. Y la verdad, nuestra insistencia
(discusiones, roscas, quejas, debates) con la temática electoral y de la cosa
pública me parece uno de nuestros rasgos más interesantes como sociedad.
Lindera al Ground
Cero está la iglesia St. Peter, donde me metí y pude ver unos apoyarodillas
reclinables para cada banco. La sacralizad de nuestras iglesias pareciera
impedir un artefacto de este tipo, tan funcional, pienso. No lejos hay otra
iglesia, Triniti. Estaba cerrada cuando pasé (sino me mandaba, también). No
obstante, lo que me llamó la atención en este caso sucedía puertas afuera, en
los jardines de la casa religiosa.
Sucede que este enorme patio es un verdadero camposanto, o sea, un
cementerio con lápidas del siglo XVIII que se ven desde las veredas, apenas
unas elegantes rejas separan al caminante de ellas. Y yo que pensaba que los
que tenían un temita medio frekie con la muerte éramos nosotros. O tal vez son
menos solemnes, admiten inconscientemente la que la muerte es parte de la vida,
lo que los lleva a convivir con naturalidad con ella. Nosotros, en Recoleta, Chacarita y van, le metimos un
enorme paredón. O sino, tenemos esos parques privados, con esas lomadas verde
fluo tan new age sofisticado. No obstante, me la juego a que estos parques
privados tuvieron su origen allá en USA. De hecho, por estos lares, Argentina,
el cementerio más visual, presente y evidente está en las Malvinas. La impronta
sajona también ahí, como en NYC, me parece.
Todo este recorrido
por el Ground Cero fue en el que menos perdido me sentí. Es que me acompañó a
durante cada paso mi hermana Florencia, quien
vive en Seattle (casi una yankee más, de ahí mi comodidad, ella era mi ángel de
la guarda ante cada duda sobre idioma o contexto norteamericano) y hacía cuatro
años no veía. Apenas se enteró de que iría a NYC se las arregló para poder
darse una vuelta unos días por allí para coincidir. Increíble cómo se prolongan
las cosas que nos unen y nos separan de las personas. En minutos comenzamos a
jugar los roles que nos definían como hermanos y que tal vez es bueno no dejar
tan fijos, esto dicho psicología mediante. Ella con su entusiasmo, su carácter,
su potencia para cambiar las cosas; yo con mi dudas sobre todo, con mis
arrepentimientos, mis caprichos y cegueras. Todo fue natural, desde mi torpe
distancia inicial, por miedo a sentir: “hace cuatro años que no nos vemos y me
saludas así, tan fríamente”, hasta en el hecho de darnos el lujo de discutir y
un día mandarnos (mandarme ella) al carajo. Volvimos a hablar a las horas, el
detonante había sido esa honestidad brutal gratuita, que nadie me pide y suelo
regalar (escupir). Pero ella me entiende, es mi hermana.
Tribeca, Soho
Me habían dicho o
escuché que esta parte alguna vez había tenido onda, pero eso era parte del
pasado. Y sí, como que la ciudad ya pasó de largo aquella impronta, me dio la
impresión. Pero si se paran las antenas se encuentran algunos indicios artie,
como un complejo de cine con ciclos (había uno de cine brasilero), o algún bar
de jazz al que hay que ir con el dato. Y esto último tuve la noche en que tuve
una de las mejores salidas, cosa que se potenció por ser la excusa para
encontrarnos con mi amigo (argentino) Maru y la fenómena de su pareja (también
criolla), con quienes coincidí en la ciudad por algunos días. Se trataba de una
cueva en serio, pues había que bajar unos escalones para estar dentro. Jazz de
la puta madre, confirmado por mi amigo que la sabe lunga y a quien le debía el
dato: Smalls Jazz Club (sí, bastante chico), en Greenwich Village, que en rigor
es un barrio lindero al Soho. El lugar era pequeño, con algunas mesitas y unas
filas de butacas donde me tocó en suerte sentarme (mis amigos me habían reservado
el lugar). Hubiera preferido mesita, para tomar una copa de vino (red) o un
bourbon, los cuales igual tomé gracias a la destreza de la camarera y la
camaradería de los compañeros de fila. Por cierto, al Smalls Jazz Club había
llegado tarde. Es que no me resultó empresa fácil dar con el Greenwich Village
de noche. Para colmo, en una de las tantas veces en que me perdí le pedí ayuda
a un latino, cuya desidia en español me cohibió a repreguntar, con lo que me
volví a perder. Pero llegué, aunque tarde, para escuchar a cantar a la sueca
Rebecca L. Mi amigo me dijo, te la perdiste ahora es todo instrumental.
Igualmente la amable Rebecca me regaló una muy amistosa conversación en la
barra del bar, gracias a un momento de envalentonamiento no inocente de
alcohol. En algún momento de la trabajosa charla (mi inglés anda un poco arriba
del nivel Pitman/Cavallo) cometí mi acto más ridículo: de manera muy
chauvinista forcé la palabra tango. Me miró como diciendo, ¿y este? ¡Era
Ibrahimovich esa secuencia de la charla!, me dije ya fuera del bar y me lo digo
ahora. Estaba el Mundial a la vuelta de la esquina y la ausencia del genial
jugador sueco ameritaba un nostálgico comentario. Lo del tango fue algo muy
forzado, se notó en la cara de ella. Igual muy simpática, y cero histérica. Me
bancó (llegó a sacarme tema) hasta mi segundo bache, luego se perdió hablando
con miembros de la banda. Antes de
despedirnos me dio su tarjeta (cantante, pero también da clases de canto). Una
lady.
Volvamos a los
barrios. Si hay resto para caminar, no lejos de Tribeca y Soho, yo creo que a
unas 10/15 cuadras, está la zona de Little Italy-Chinatown. Digamos que la
primera son dos o tres calles muy caricaturizadas, casi hasta el rídículo. La
Boca y Caminito me resultan más auténticas, con eso digo todo. Comparte espacio
con Chinatown, donde la cosa parece más vivaz y auténtica. Demasiado auténtica
tal vez, ya que aquí fue el único lugar donde vi mujeres de origen asiático no
norteamericanizadas. Recuerdo, en particular, escuchar la charla de una de
estas mujeres por celular, en japonés o chino. Todas las oraciones terminaban
igual, con la misma inflexión sonora exepto cuando parecía hacer una pregunta
y/o enojarse.
Esto me viene bien
para subrayar algo. Entre lo más bello de la ciudad destaco a las asiáticas
vestidas, maquilladas y peinadas con toda la wave. Aquí me pongo a reflexionar
sobre lo bueno de mimetizarse (homogeneizarse) o guetear (encerrarse) para los
inmigrantes en cualquier país no natal en el que se busque un futuro. Si se
adaptan pierden mucho de su impronta y cultura; si se cierran, como en el
Chinatown de NYC o en los de los súper chinos hoy en la Argentina, percibo una
mezcla de capricho, subsistencia primaria entre pares o desdén hacia la
sociedad a la que llegaron. No sé, son cuestiones muy finitas.
Sigo con
generalidades sobre NYC. Si se trata de seducción, me parece que vuelve la
practicidad. Relato un episodio. Pasaba una mujer deslumbrante junto
a dos trabajadores de la construcción; estos comentaron entre ellos algo alusivo
a ella, dado el indicio de sus miradas, pero lo hacían casi obligadamente, los
sentí lejos de decirle algo. Para mí, el sentido práctico, la ética protestante,
los lleva a sacar de manera intuitiva una conclusión evidente: qué se gana con
el avance callejero. Mejor violar (estoy siendo cínico) o directamente avanzar
en lugares verdaderamente ad hoc como bares o boliches. Por lo tanto, en la
calle cero histeria femenina, pura belleza.
Me pasó de cruzarme
por la calle y mirar a los ojos a dos mujeres atractivas (una rubia otra una
negra, esta última mucho más linda), y que ambas me devolvieran la mirada con
una sonrisa. Me alegraron el momento, pero de saber ellas algo de la rudimentaria
idiosincrasia del hombre argentino (si me devuelve una galantería “gusta de
mí”), seguro me hubieran manifestado la indiferencia, aparente o no, de
nuestras criollas.
Pero insisto. No
cruzar miradas en la calle habla de pragmatismo: en la calle se camina, se
piensa, se relaciona con otros vía celular, se va hacia algún lado, se descansa
la mente en un bar o en el banco de plaza. Pero allí no se busca sexo ni amor. O
por lo menos no me pareció.
Museos
Como cada tanto me
mando a algún museo porteño, no me sentí un turista hipócrita visitando dos
must del arte moderno: el Moma y el Met. Primero debo decir que haber prestado
atención a otros visitantes me sirvió para ahorrar plata. En el caso del Met,
lindero al Central Park, la entrada cuesta 25 dólares; pero en realidad se
trata de un precio sugerido. Hacíamos la fila con un Maru y su pareja (esta fue
otra de las salidas del terceto), preguntándonos sobre la operatoria del precio
sugerido. Pensábamos dejar 5 dólares por cabeza, y si eso no suponía un papelón.
Llegando a la caja, nos convenció a aportar uno por balero la seguridad y
naturaleza, con que la gringa que estaba delante nuestro, dijo en boletería:
“one ticket” con un dólar en mano. Nosotros, que estábamos pergeñando alguna
frase que incluyera “voluntary aport”, necesitábamos ese empuje. El Met nos
arrancó tres dólares en total, pues.
Recorrer en una
tarde los seis pisos del Met como se debe es imposible. A las corridas se
puede, pero meramente para atesorar el estúpido estandarte de haber visto todo.
Así que, folleto en mano y con la aplicación de celular pertinente, planteamos
objetivos concretos: arte egipcio la novia de mi amigo; catalanes, mi amigo
(“Miró creo que tenía que ver con el logo del mundial 82, de ahí que los sigo”,
no menor la razón); Francis Bacon, Pollock y La gran ola de Kaganawa, de
Katsushika Hokusai (hermosa, ¡era una pequeña estampa!), yo. Claro, en el recorrido
vimos grandes obras, a mí de esas de casualidad me gustó mucho una de Klimt,
sublime, con mucha identidad. No diré que me defraudó sino que no me gusta el
genial Van Gogh, lo mismo me pasa con Dalí, aunque a este último no le creo el
chiste, demasiado premeditadamente fluctuante para mí. Acúseme de soberbio pero
al de Cadaqués me lo reconfirmé como el García Lorca del surrealismo, en vivo y
en directo.
Sin compañía había
ido unos días antes al Moma. En este caso elegí la gratuidad, que acontece los
viernes de 16 a 20 horas: promesa de multitudes, que confirmé ya en las
inmediaciones (está en la cincuenta y pico, pleno Broadway). Por ser el Moma
más chico que el Met, me la jugué en recorrerlo de cabo a rabo, obra por obra,
bien a lo turista tonto. Fue casi un acto de masoquismo, ya que al tema de la aglomeración
de personas se sumó la curiosa necesidad de la mayoría por sacar fotos. Planteo:
¿tiene sentido fotografiar a una obra cuya imagen se consigue mucho mejor en
Internet u otras vías como reproducciones baratas en papel plastificado?,
apenas podría justificar esta costumbre extendida (no voy a caer en el lugar
fácil de culpar en exclusividad a los turistas japoneses) si uno aparece como
parte de la foto, ahí no digo nada; ese “yo con la obra”, o visceversa, es algo
único, aunque tenga algo de cholulo (yo, admito, me saqué un par de selfies conmigo
y algunas obras). Sea como fuere, propongo prohibir sacar fotos en los museos
cuando hay mucha gente. Como paliativo, desde este humilde espacio sugiero a
los museos con presupuesto crear una especie de aplicación del celular o servicio
del tipo: marco con mi huella digital algún lugar al costado de la obra, y
luego cuando me voy paso por un “kiosko” donde me dan a bajo costo un pendrive
-lookeado con publicidad del museo en su exterior- con las imágenes que seleccioné
en alta. Marqueting y todo, se las dejo en bandeja.
Pero tal servicio
no existe, por lo menos en el Moma (tampoco en el Met). Y tan en serio me la
tomé con los que sacan fotos que, como si fuera el protagonista de un western,
creé mi propia ley: deambular por el museo como si no hubiera nadie
fotografiando. Nadie me insultó ni me pidió que me corriera. También estoy
seguro que arruiné algunas fotos. Que se jodan.
Sigo en el Moma. Si
bien recorrí como un poseso todo el museo atravesando multitudes, debo decir
que en medio de la vorágine un artista me hizo emocionar, y digo esto a riesgo
que sonar cursi. Fue Edward Hopper. Dos obras de él estaban justo frente a un
ascensor. No sé si fue apropósito, pero ese lugar elegido por la curaduría no
podría haber sido mejor. El movimiento de la ciudad, el museo en este caso, con
la indiferencia de los usuarios ansiosos haciendo la cola o bajando del
ascensor, bajo el tamiz del espejo de un artista único. La obra que me iluminó
los ojos mostraba a una mujer sola, moviéndose en su cotidiana noche urbana detrás
de la ventana prologada por la fachada del edificio que la contiene a ella como
a muchos otros que no vemos. Un momento único, íntimo, de una ciudad moderna
que parece colapsar de vasos comunicantes, pero no. Un panóptico escalofriante
que invita a espiar el ensimismamiento de pensamientos mientras se hace; y la
protagonista, la que nos lleva de la mano no es la Carrie de Sex and the City,
sino que es una de la mayoría, de las que trabajan en comercio o como
administrativas. Veo más a Peggy de Mad Men en esa imagen que, insisto, me
conmovió sin querer, cómo debe ser.
Los años han pasado
desde las épocas de Hopper, pero no creo que hayan cambiado mucho las cosas. Es
más, presiento que muchos cambios ahondaron la soledad del todos juntos en la
ciudad. Para confirmarlo: la tendencia a tener cada vez menos hijos y aumentar
la tasa de envejecimiento en las sociedades occidentales. Los Baby Boomers eran
prolíficos en hijos, ahora, con el mismo empeño de producir, se hace necesario
tener menos o un hijo.
También pienso,
ahora mirando la mencionada obra en Google, sobre el manejo de la luz en
Hopper, y creo que en eso, y en otras cosas más, se parece a otro artista que
me atrae pero menos, De Chirico. Dos “aparentes” gélidos.
El Met y el Moma no
fueron los únicos museos que visité. Estuve un ratito en el de ciencias
naturales, al cual entré por error pensando que era el Met (sí, a veces soy
medio despistado, digamos). También pagué ad honorem y estuve un ratito, ya que
apenas comprendí el error comenzó mi plan de retirada. Es una propuesta al
estilo del nuestro en Parque Centenario, pero con mayor presupuesto y mucho más
grande. Las escenografías estaban muy bien logradas; la prolijidad de la puesta
incluía detalles de cuidado, limpieza y mantenimiento en los animales
taxidermizados; pero a veces, muy pocas, había trampas, como lo eran una láminas
de unos monos haciendo escenografía junto a otro disecado. Excepción,
encontrarla fue como encontrar a Wally.
De librerías
comerciales. En la 82 y Broadway hay una Barnes & Noble, la librería pulpo
de Norteamérica. Acá podría parangonarse con Yenny/El Ateneo. En los últimos
años estas grandes cadenas ofrecen espacios de lectura. Los he utilizado en BA
para leer capítulos de libros que no valía la pena comprar, o para “testear” si
valía la pena comprar o bajar luego al e-book. Pero el espacio nuestro es muy
careta, tiene esa concepción pétrea de la lectura y la cultura. Silencio, ok,
pero mesa ratona, cuatro sillas tirando a elegantes (capitoné, Chesterton, que
son comodísimas, admitamos), el sentirse observado por los otros (sí, puede ser
una obsesión mía). En Barnes, también silencio, pero no impuesto, sino más bien
como que no queda otra. Y espacios de lectura y conferencia amplios, con muchas
sillas. Lugares que los neuyorkinos se encargaron en esta librería de extender
a los pasillos, donde se sientan plácidamente, sin temor a escuchar un, me dio
la impresión por la naturalidad con que lo hacían: “disculpe/por favor”. Relaciono
esto con el comentario de un amigo argentino que vive en Brooklyn (llegando al
final abordaré con más detalle el encuentro que tuve con él). Apenas lo vi,
después de varios años, no pude dejar de elogiarle el sombrero panamá de ala corta que lucía
sobre su cabeza, buenísimo, mucha onda. Me dijo, “allá no me animaría a usarlo,
acá no pasa nada”. Alguien podrá objetar refiriendo a la impunidad de estar
lejos del pago, pero no. Se refería al espíritu yankee.
Vuelvo a la
librería de Broadway. Les envidié la flamante edición en inglés del tercer
volumen (My Struggle), la monumental autobiografía del noruego Karl Ove
Knausgard. En español íbamos por la primera (son cinco). A los meses de volver
a BA se editó la segunda en español. Corrí a comprarla. A diferencia de la
primera, esta me parece muy sosa; y digo me parece porque no la terminé de leer.
La relatividad de las cosas. En fin.
Chauvinista again,
busqué autores argentinos en las góndolas. El que nunca defrauda estaba, don
Jorge Luis. Otro argento no encontré. Eso sí, como en todas las librerías del
mundo está la “obra” de Coelho, a esta altura un autor de fondo (digo, no es
best seller pero mantiene las ventas en el tiempo, como El principito).
Un comentario a
cuenta de nada. No soy geek, así que no usmeé mucho en comercios de
electrónica, pero debo decir no hubo algo de tecnología pública que me
encegueciera como otrora a otros las luces de Broadway (nuestros camiones de
basura utilizan un sistema más moderno en muchos lugares, de hecho, por donde
yo paraba, la 100, pasaban los clásicos camiones con demolición, y los
muchachos que van corriendo tirando bolsas, aunque deben tenerlos de lujo y
robotizados por lugares por donde no pasé, acaso el Down Town de noche). Eso
sí, no existe el teclado en los teléfonos celulares. Son todos touch y de
distintos tamaños. Me fije, porque me lo había comentado mi hermano, y lo
confirmé casi con vergüenza utilizando mi solitario Blackberry entre multitudes
de pantallas ajenas. (Nobleza obliga, cuando escribo esto ya lo cambié por un
smartphone).
Mitos
Un párrafo aparte
los mitos. Un de ellos dice que los norteamericanos son todos hipervoluminosos,
XXL. En Nueva York la gente se ve estilizada. Arriesgo teorías: el movimiento
que supone el trabajo diario, el resguardo estético y/o por la salud. Se me da
que los grandotes están en las afueras o en ciudades departamento, donde la
principal diversión pasa, supongo, por consumir. Y si no es en auto o
camionetota, no se mueven.
Tampoco hay tanta
reverencia al lisiado (discapacitado) y la embarazada. A la preñada incipiente,
con pancita, la pasan de largo, pero debo reconocer que en el subte vi cederle
el asiento a una gran panza con mujer afuera.
El típico
neoyorquino es muy amable. Y más amable que gaucho a la porteña. Cuestión de la
personalidad de cada uno, pero yo prefiero esa amabilidad, pues es menos
invasiva. El que me resultó despectivo y a veces hasta despreciable (aclaro que
son generalizaciones vagas, desde la apreciación sin rigor científico) fue el
latino, en general centroamericano, con el cual siempre quería hacer migas,
pero ahora siento que les mendigaba y me lo hacían saber. Recordemos la manito
que me dio uno cuando quería encontrar el club de jazz. Veamos, admito mi
limitado inglés (nivel Pitman, repito también) y que por eso ellos solían ser
presas de mis preguntas en la calle luego de haberlos identificado por su apariencia
(tez, rasgos, ropas más modesta). De mala gana en general me respondían, y si
no les entendía de primera, jodete, insistir era fastidiarlos. No sé, nuevamente
arriesgo teoría: se la toman con el ingenuo turista, que es extranjero como
ellos, para dar cuenta de una sutil venganza hacia alguien que pertenece menos
que ellos al lugar; de alguna manera te hacen sentir, generalizo, insisto, el
relegamiento al que los amables blancos los tienen sometidos para dejarlos
vivir con ellos.
Ojo, no se las
quiero dejar pasar a los blancos amables. Si tenés todo y sos un privilegiado
en el país en el país más poderoso del mundo es más fácil ser buena onda. Sí, entre
ellos hay muchos liberals (nuestros progre), cierto, pero también mucho garca
amable, seguro. Andá a saber qué hacen cuando las cosas no son como quieren o
deben ser: tal vez te voltean gobiernos, te hacen la guerra a un país o reciben
para hacer los peores trabajos a 11 millones de extranjeros a quienes no
quieren sacar de la ilegalidad con una ley que no quieren promulgar.
Con los grone mucho
no me interrelacioné, pero en general me resultaron buena onda.
Tengo que decir que
donde tanto gringos como hispanos se mostraron poco corteses fue en el
aeropuerto. Empecemos con que en el ingreso a USA los empleados de migraciones
visten de policía o son policías, no sé. En la Argentina el control de ingreso
y egreso es un servicio civil, asistido por policías auxiliares para cualquier
contingencia. Y al salir del país del norte, en el aeropuerto todos (sin
distingo, alemanes, griegos, viejos, niños) nos descalzamos; qué asco ese piso.
Me llamó también la atención que nos hicieran hacer lo mismo en Perú (Lima era
la escala del viaje de vuelta). Están haciendo bien los deberes en la tierra
del Inca, parece.
Y ya que mencioné a
Perú, se me viene a la mente la venganza del Inca. Y una cosa lleva a la otra. En
NYC no percibí ese perfume de marihuana que de vez en cuando nos regalan las
calles porteñas. Nunca. Sí, seguro que puertas adentro muchos fuman grass,
toman crack, heroína y merca. Pero para averiguarlo en profundidad andá a
quedarte un año (y no una semana como yo), y decime.
Misterio
El de las
bicicletas. Primero convengamos algo, no es una ciudad en la que se ande mucho
en bici. Se las ve por las calles, pero no parece la mejor opción para
movilizarse. Lo que me llamó la atención es el abandono de bicicletas atadas a
los postes con imponentes cadenas. Se nota que muchas de ellas hace meses que
están ahí, pues el oxido y la deformidad que provoca la insistencia de la
gravedad sobre ellas las va deformando.
Otra situación
extraña es la de la refrigeración. Prácticamente no vi splits fuera del centro
(donde supongo los edificios deben tener sistemas de refrigeración especiales).
Si es para una habitación o un negocio, marche un aire acondicionado. El edificio
que tenía en frente del hostel lo confirmaba, tanto como mi propia habitación.
Hacía ruido y mucho, el aparato. ¿Será una moda Argentina la de los
splits? Ahí, una nueva venganza de parte
de mi viejo blackberry (la otra, los camiones de basura).
El pulmón
El Central Park es
enorme, qué novedad. Pero lo note amable, tranquilo, sin esa carga de tensión
que tienen los porteños cuando usan (no es inocente la palabra) a los Bosques de
Palermo los fines de semana (no digo “usamos”, ya que todavía no quiero
torturarme, y eso sería ir a los bosques un finde). En el Central Park vi algún
casamiento diurno, una calesita que no parecía la más top pero contaba con lo
que toda calesita que se precie de tal debe tener: caballos que suben y bajan.
Los fijos son un insulto. También me topé con los azulejos de Imagine frente al
edificio Dakota, que ni una placa tiene en su fachada sobre el triste suceso
por el que es conocido (por lo menos yo no la vi). Tengo entendido que allí
vive todavía Yoko Ono. No sé, yo me hubiera mudado, un bajón pasar regularmente
por la vereda donde estuvo aquel charco de sangre. Me quedé con la duda sobre
la vida o no del Central Park por la noche. ¿Será un reservorio de marginalidad
en esas horas, como aquí lo son las inmediaciones de la reserva o los bosques
palermitanos?
El lago (y reserva
acuífera con tortugas marinas a la vista) más grande del Central Park es el que
homenajea a Jacke Kennedy. Troté su perímetro en media hora. Más allá de que el
CP es enorme (hasta tiene un zoo que no vi; a propósito, qué opinión tendrán
sobre este los liberals), contar con distintos niveles escalonados hacia la
calle hace que no haga falta en la mayoría del perímetro poner rejas; entonces,
si las hay, nunca son tan invasivas como las del parque Riviadavia, por
ejemplo. Esos desniveles, a su vez, propician senderos diferenciados: los había
para el caminante y para los que prefieren el running y el ciclismo.
Fuego
En una semana vi
muchas bombas de agua, y autobombas. A media cuadra de donde paraba hubo un
leve incendio. Parece que la del fuego es una situación recurrente, que entre
otras cosas originaron esas escaleras externas tan bellas y características que
dicen presente en muchas de las fachadas de la ciudad.
Tan características
como esas escaleras son las casas con porche, esas con pequeñas escalinatas, en
cuyos descansos los vecinos depositan los residuos en tres cestos que
diferencian basuras. No quedaban tan bien (seguro que arquitectos que las
diseñaron en su tiempo no sabían de ecología), por lo que algunos hicieron unos
cajones cool tipo composteras, pero eran los menos. Si de eco hablamos, tuve
que comprar pilas y la vendedora me pidió que le dejara la que iba a
reemplazar, pues tienen un sistema de reciclado especial para estas.
Sigo caminando. Si
cruzás la calle y muchos autos iban a doblar, se puede armar la cola de
vehículos, con bocinazo de todos al primero para que atropelle a la gente,
incluido, como acá; pero noté un poco más de paciencia que en las calles
porteñas, aunque convengamos, las arterias son muchos más amplias. El damero de
nuestro centro se me torna un laberinto, si comparo sensaciones, y eso que allá los edificios son mucho, pero mucho más altos. Además, bien por los fabricantes
norteamericanos: las bocinas suenan menos potentes que las nuestras, y eso que
los autos son tirando a portentosos.
Si se trata de
comer a la pasada, no descubro nada si
menciono a los hot dog y brochetes de una carne que parece molida o akiarab
árabe. O la pizza slice (finita pero grande, con poco queso, masa crocante y desábrida
salsa; con dos porciones y una soda, 5 dólares, te llenás). Dos veces comí en
un restaurante hecho y derecho. No recuerdo lo que comí ahí, pero en el segundo
estaba bien el pollo. Se notará por este párrafo que no anduve con prentensiones
gastronómicas, que las tengo, en la gran manzana.
Algo que se podría
importar, como idea, es la ensalada por kilo, que no es lo mismo que la comida
por quilo que tenemos como novedad gracias a los chinos acá. Allá, en el supermercado
hay un espacio con mostrador. Vos le das el bowl de plástico transparente al
empleado con alguna de las varias ensaladas que hay. Este destapa el bowl y
pone el contenido en una especie de palangana de hierro. Acto seguido uno le
señala (la practicidad, nuevamente, al palo) lo que uno quiere agregar: salmón,
pollo, tomate, pepinillos, huevos duros. Una vez culminada la elección el buen
hombre lo mezcla y si le pedís te lo corta todo chiquitito. Finalmente, lo
vuelve a poner tod en el bowl de plástico y lo pesa. 5 dólares te puede salir
esta interesante ensalada.
Sigo en el
supermercado, las frutas y verduras tienen la misma fisonomía que las nuestras.
Tal vez la principal diferencia es que son muy/más iguales entre ellas
(¡danger!, nada de imperfección natural); cajones y cajones con naranjas
exactamente iguales, aunque no todo es tan así, exagero. No exagero, eso sí, si
digo que las verdulerías suelen ocupar todo el frente del supermercado,
formando casi parte de la vereda. No son un anexo marginal del supermercado
chino, ni están en el fondo del hiper; aunque son más vulnerables al smog estas
fachadas verdulerías, convengamos. La naturaleza no procesada (más allá de la
mencionada exactitud genética), como carta de presentación de los supermercados.
Y ahí también, creo, una razón de la inexistencia de personas XXL.
Eso sí, si se trata
de alcohol, el supermercado se limita a las cervezas y alguno que otro vino.
Los Liquor son los indicados. Allí descubrí un bourbon del pueblo pero noble
(nuestras bebidas del pueblo no son nobles, salvo la ginebra), marca Evan
Williams. Glorioso para ir llevando la cosa (si no me dieron este cuando pedí
cheapest bourbon como fui por el segundo whisky en el bar de jazz, pega en el
palo).
Brooklyn
Catarata de onda.
Lejos el lugar más reconfortante de la Nueva York que conocí. Todo comienza
desde el otro lado de la gran Manzana, en la estación Clarks. Te bajás ahí
después de haber atravesado el río por debajo (tal vez me equivoque) y lo que
te encontrás es una suerte de mezcla entre Puerto Madero (pero con vida e
historia) y Palermo Viejo. Y desde la coqueta costanera, a lo lejos, los
rascacielos (no estuve de noche, pero adivino que debe ser impresionante).
Aquí me esperó mi
amigo, el del sombrero que mencioné antes, con quien pasamos una tarde
gloriosa, por lo amena. Tomamos unos drinks en un bar; su mujer luego pasó por
allí para saludar y nos encargó el cuidado de la pequeña hija de ambos.
Curioso, en la casa, me contaba mi amigo, entre los padres hablan ambos
idiomas, pero como todo el entorno de la pequeña (colegio, amigos, TV,
Internet) habla inglés, es con este último idioma que se maneja la niña con
real asiduidad. Entonces, le hablabas o preguntabas algo en castellano y te lo
respondía en inglés. Me entendía perfecto, pero yo no tanto a ella.
Chaucha
En el debe Quenns,
Bronx y Staten Island, que junto a mis “conocidas” Manhattan y Brooklyn,
conforman las cinco barrios regenteados por otras tantas familias en El
Padrino. En estas dos conocidas haber
recorrido un promedio de 20 km diarios no es poco. Los dedos de mi pie lo
supieron, ya lo dije. Y como me estoy poniendo repetitivo, voy llegando al
final.
Termino con algunas
dudas, que son una. ¡Qué es el turismo, para qué sirve; es una migración
devaluada, un voyeurismo de otras costumbres, la adquisición temporal de un
contexto ajeno? No sé, pero depende de uno que esté bueno.