Suelo ir a
correr a la Reserva Natural de Costanera Sur. Hago el circuito largo, 8 km. A
veces sin hacer una parada, lo que para mí es un logro. Pero de esto no quería
hablar, sino de un acontecimiento que me ocurrió la última vez que salí a
trotar. Aquel día me la banqué: no paré. A diferencia de otros runners no iba
con el torzo desnudo. Pero al llegar exhausto a donde había partido, la entrada
de calle Brasil, con el sol a pleno de la una de la tarde, me saqué la remera y
me pegué una linda mojada en las duchas externas, que para ello están
instaladas. Eso, luego de tomar agua en un también coqueto vertedero (bien por
la administración porteña).
Como en esta
entrada de Brasil hay oficinas del gobierno de la Ciudad, que tiene a cargo el
cuidado y funcionamiento del predio de entrada libre y gratuito (abre a las 10
y cierra a las 17 en invierno y a las 18 en verano), no sólo es frecuente
cruzarse por allí a trabajadores con mamelucos eco-verdes, también se suceden
funcionarios porteños, que invariablemente visten con pantalones oscuros o
beiges y camisas celestes, blancas o con líneas en cuadrículas. Muy Legacy,
digamos.
La cosa es que
aquel día había más Legacy man y woman (todavía no puedo llegar a describir en
tanto vestimenta a estas) que de costumbre. Tanto que por decoro y para no
sentirme incómodo me volví a poner la remera. Estaba en cortos, todo mojado,
igualmente. O sea, no muy elegante. Cuando me dirijo a la salida veo que en una
zona lateral que siempre se veía abandonada, donde entre otras cosas hay un
curioso monumento (después averigüé que se llama Plus Ultra y evoca al primer
vuelo en avión que unió a Madrid con Buenos Aires sin escalas), todo se veía
muy pulcro y varios de estos funcionarios y funcionarias caminaban por la explanada.
Supuse que en unos minutos habría una especie de acto de inauguración, pues
había un par de puestos de catering, algún parlante y esas cosas. La curiosidad
me pudo e intenté ingresar a la zona. Infructuosamente, ya que uno de los guardias, a quien suelo
saludar cuando voy a correr, me impidió el paso diciendo: “No se puede, está
cerrado”. Mentira, no estaba cerrado. Estaba cerrado para mí y para cualquiera
que no fuera de los “equipos” del gobierno porteño. Si me lo explicaba
civilizadamente, hubiera admitido que tenía razón, no tenía tino mi presencia
allí. Pero me dejó un gustito amargo, algo de bronquita, admito.
Pero por qué
acostumbrarse a ese manejo, a esa etiqueta de la cosa pública. Si lo que se
recuperaba era un espacio ídem, con tener la remera puesta alcanzaba (y si me
envalentono, te digo que también en cuero). Claro, si se inaugura algo popular
y van los muchachos en micro, comen choripán y/o militan, no vale; es
simplemente clientelismo. Mientras que en los cócteles de inauguración se
replica algo de lo clientelar, pero en tanto empresa anfitriona de clientes o
socios, situación tan afín al mundo privado. Se me viene a la mente la
exposición La Rural.
Son estilos. Uno
más con el esquema de lo público y otro con el de lo privado.
Y en este
distingo entre lo público, lo privado y sus confluencias, me lleva al tema
corrupción. Convengamos, como en Suecia y Austria, acá hay corrupción política.
Pero me gustaría diferenciar la corrupción del menemato con la actual. Lo más
evidente, me parece, es que la primera era prácticamente estructural; digo, las
acciones políticas se sustentaban y tenían su razón de ser (en general) con las
prebendas y retornos. Pero es también esta última palabra, retorno, lo que diferenciaría
a ambas corrupciones.
Tal vez sea un
ingenuo pensando que la corrupción de la “década ganada” no es estructural,
pero es la sensación que tengo (difícil dar con estadísticas en este tipo de
delitos). La cosa pasa en que hay menos intervención del privado en la
corrupción (antes se repartía más con el privado, había más retorno), mientras
que ahora (en general) todo queda para los políticos, sus parientes,
testaferros y para esa burguesía nacional que intentaron crear los K y, por
cierto, no lograron. Ahí también, otro germen del odio que suele generar este gobierno
nacional. Si los bancos, las financieras, las multinacionales o los empresarios
sin ideología se hicieran de la otra parte que siempre tiene el botín de la
corrupción, sería más “normal”, menos “indignante”. Pero no. Así no sucede
ahora (en general), si de corrupción política se trata.