Río
Bravo, Río Rojo, Más corazón que odio. Por ejemplo. Del western puro y duro -nada de spaguetti,
que también tiene sus virtudes-, se trata esta
vez. Quiero, sin ser estudioso ni experto en el género, remarcar la que
para mí es una de sus principales virtudes: la “psicología” de sus personajes. Y
eso que, a primera vista, las actuaciones y los papeles de los clásicos del
género parecen de cartón, casi estereotipos (en este sentido, habrá que admitir
como paliativo de época la influencia del folletín y la adaptación de las tiras
de aventura). Pero tal vez esa rigidez sea una condición necesaria para que los
personajes desanden en un lenguaje cinematográfico que estaba naciendo y
creando sus reglas.
El
secreto, me parece, es que todo funciona en contexto. Ese personaje
esquematizado desaparecerá para ser persona cuando se cruce con el mundo, con
la realidad, a partir de algún hecho desencadenante (fiction is friccion
escuché por ahí). Hecho desencadenante que distorsiona una rutina que algunos
directores nos muestran con dos escenas y/o dos diálogos. Y me detengo: ¿habrán
imaginado esos hacedores y sus espectadores
que décadas más tarde habría películas basadas en situaciones cotidianas, de
esas en las que “no pasa nada” tan propias del cine independiente, aunque
dejemos para otro día lo que es cine independiente; solo diré al respecto que
la independencia artística no creo que se relacione con el presupuesto o falta
de este.
Esta
manera de ver a los personajes como marionetas se parece mucho a la forma en
que César Aira trata a sus propios personajes en sus novelas. Son como “cositos”
que utiliza para que fluyan las historias, casi según sus palabras en una
entrevista.
Pero
volvamos al western. La psicología en los personajes no tiene nada que ver con
lo que muchos entienden por psicología en los films de Woody Allen, donde el
dilema de los personajes tiene mucho de caricatura de lo urbano, del
psicoanálisis precisamente. Hay algo de diálogo forzado en esas películas,
sobre todo en las últimas, donde el recurso se torna cada vez menos sutil.
Digamos que hasta finales de los ochenta tenía algo menos indulgente con sí mismo
don Allen.
La
psicología en los personajes del western no debe llamarse psicología, en
realidad. Se trata de un avance hacia la condición humana desde un lenguaje propio de una
época, el Hollywood clásico, que aún persiste en algunos autores como Clint
Eastwood, el sorprendente Ben Afleck, o la siempre asertiva Kathryn Bigelow. Y voy más allá, ese gran
cine, el mejor que se ha hecho hasta ahora si lo tomamos como una corriente,
tiene herederos aggiornados con otras herramientas, digamos Richard Linklater o
mismo Carpenter; qué decir de los surgidos en los setenta, Scorsese, Coppola; o
del gran Spielberg en los ochenta (con vigencia actual, a diferencia de Allen).
En Argentina podría decirse que por el mismo lado anda el cine industrial bien
hecho, como el de Trapero o Zifrón, por ejemplo. Pero se puede narrar bien, cuando digo bien,
simplemente hablo que fluya, desde un cine aparentemente no comercial, pondría
dos ejemplos, Lucrecia Martel con La Ciénaga (hace años la vi, y todavía no me
repongo de esta película) y Mariano Llinás con Historias Extraordinarias.
Y
dale que me voy por las ramas. Nuevamente, volvamos al western clásico. Qué
disperso que soy. Hacía mucho quería ver uno que me recomendaron varias
personas y referentes cinematográficos que tengo muy en cuenta. Había garantía
de calidad, pues. ¿Quién mató a liberty balance? (1962), era el film, que aquí
se estrenó como Un tiro en la noche (no tan desacertado título, si pensamos en
los desatinos históricos de los nomencladores argentinos, de eso sabe muy bien
Liniers). El director, John Ford. Pese a ser una muy buena película, la
sinopsis debe escribe en mucho más de dos líneas (perdón por el spoileo, de
paso); en este caso, un joven abogado idealista (James Stewart) que llega al lejano
oeste para hacer carrera; pero ya antes de llegar se desayuna con que tiene que
lidiar con que la realidad es un caos convenido, donde al villano no lo toca la
ley (como los barra brava argentinos hoy), y es reverencial que le refieren
cada uno de los pobladores que buscan el sueño americano entre ganado, minas de
oro, almacenes de ramos generales, retaurantes y cantinas bourdeles. Desde sus
ideales el abogado da todo por cambiar la situación, trabaja de mozo, hasta su
vida daría. Tiene ingenuidad pero eso es un detalle para la chica que estaba
para casarse con un tipo bueno, noble, pero curtido e inmerso en ese mundo de
injusticia al que cree imposible cambiar (John Wayne, ¡qué lugar común
criticarlo!). Este último ve el empuje y la pasión del ingenuo hombre de la ley
con sorna, pero eso no le impide ponerse de su lado, y hasta ser el hacedor de
su victoria, una victoria que lo alejará para siempre de la felicidad, de la
chica. Claro, ella nunca se enterará y el ingenuo se enterará cuando ya su prestigio
le impiden reconocerla ante los demás, aún ante los medios (el periódico del
pueblo, en este caso). Cerca del final queda evidente que ella eligió bien, que
aquel ingenuo hoy es un buen hombre y respetable (un senador de la constitución
que calmó al lejano oeste), pero siempre estará en su corazón aquel curtido que
no creía en nada más que el amor hacia ella. Y en el deselancie, donde el
respetable senador escupe en la escupidera de lujo que le proporcionan en el
tren y ella mira hacia otro lado mientras le admite que sobre el féretro del
recordado curtido, cuyos restos acaban de despedir, dejó la flor con que él iba
a rodear la casa que compartirían.
Qué
tenemos. Un ingenuo idealista, una mujer bella y sensible, y otro hombre, pero
curtido. Me hace acordar a algo. Sí, veinte años antes. 1942. Casablanca. No es
un western, pero por la estructura y lo que hacen los personajes ante las
situaciones que se suceden (insisto, tal vez el Hollywood clásico podría
definirse así: qué hacen los hombres con la circunstancias que los rodean –cabe
inmejorablemente la clásica definición de Sartre: “el hombre es lo que hace con
lo que hicieron de él”, y no son los hombres los que cambian las cosas, como
podría generalizarse si se trata de los actuales tanques de Hollywood, muy
respetables y buenos muchos de ellos también, insisto). Y la fórmula se repite,
un tipo noble y escéptico, Rick en este caso, que ve todo el derrumbe de la
Francia ocupada por el nazismo y que campea a desgano la situación con mucho de
escepticismo y tristeza interior. Siente que está todo mal, y que de alguna
manera él forma parte de esa maquinaria que soporta como puede. Pero ese
soslayo no le impide haber sentido amor, o sentirlo casi hasta vivirlo en
tiempo presente, porque a diferencia de Un tiro en la noche, en Casablanca
vemos esa situación (el idealista, la muchacha, el curtido romántico), pero coincidiendo
en vida los tres; pero ella ya está casada con el primero. En este caso, el curtido
no sólo está vivo, sino que aquel pasado donde cortejaba a la mujer que era
para él pero debió irse con el otro se le pone delante de sus narices. Peor
tortura difícil imaginar. Y la nobleza de Rick lo puede todo, como salvar al
idealista para que escape con la chica a quien podría proteger. Después me
hablan de actos de renunciamiento. No hay más grande que ese en la historia del
cine, me parece. Y así debe ser. De canalla sería haber actuado de otra forma,
pero de canallladas de ese tipo está lleno el mundo desde siempre, pero también
de esos actos. Así que una película nos recuerde que se puede ser noble vale
más que cualquiera de los sermones que he escuchado en la iglesia.
Me
salto en el tiempo y vuelvo a ver una historia donde los personajes son
marionetas (como diría Aira), que nos muestran lo que pueden hacer ante una
situación y nos dejan espiar algo de la condición humana. Entre las últimas
candidatas al Oscar la que me más me gustó tenía, me parece, algo de estos
ingredientes. Hablo de Whiplash. En este caso no hay intereses cruzados por una
mujer. Pero está el “deber ser” protestante (el trabajo y el esfuerzo como
herramientas para el progreso; Superman en tanto ser todopoderoso que no busca
rédito sino sucumbir a su destino de bondad y nobleza), de aquellas dos pelis
anteriores que acabo de comentar. Y también ellos dos, los hombres: el joven
idealista ingenuo, que se las ve con un curtido, que sabe que hay una sola
forma de ser distinto, que es dejar literalmente todo, hasta el amor y la
propia salud, para lograr un objetivo, y es eso lo que le quiere inculcar como
sea (hasta con crueldad) al novel músico. Ambos somos todos de alguna manera.
Cuando reaccionamos y cuando reflexionamos, las dos caras de la misma moneda,
aunque suene maniqueo. Me niego a atar directamente esta situación a lo que entendemos
como peripecia juvenil vs sensatez de la madurez, porque los ejemplos etarios
inversos sobran; si miramos en nuestros entornos sociales lo comprobaremos. Y
seguramente es una estupidez dividir en dos a las tipos de personas. También la peli plantea el dilema del esfuerzo
vs el talento, que como se dice siempre es mejor si vienen juntos, pero no
necesariamente. Y creo que en la mayoría de las veces el esfuerzo se convierte
en talento, sobre todo si es un esfuerzo
enfocado.
La
historia de Whiplash, esta sí, se puede resumir en dos líneas. Pero como es
nueva no la voy a spoilear más. Las otras dos tienen sus años, así que no
siento culpa por haber contado de qué iban. Igual, aunque a las tres te las
cuente enteras, no impedirá que se las disfruten. La razón: se trata de
lenguaje cinematográfico, que poco tiene que ver con la mera secuencia de
hechos y personajes.