“El problema del mundo es que la gente
inteligente está llena de dudas, mientras que los estúpidos están llenos de
certezas”. La frase de Bukowski me llegó vía twitter y la retwittié. Después me
arrepentí, aunque no era para tanto, así que la dejé.
Pero me quedé pensando. Dos razones me habían
llevado al arrepentimiento:
Bukowski es un pecado de juventud, reniego de
haberlo leído con pasión a los veintipoco; hoy me parece, regalando, un escritor regular (obvio, entiéndaseme, lo
digo como lector). Segundo, que el sentido de la frase me parece falsa y
demagógica. Bastante parecida al lugar común de que los inteligentes sufren
más. El mundo refuta esta sentencia: acaso no hay gente inteligente (qué es la
inteligencia lo dejamos para otro momento) que la pasa bien. O, por el
contrario, sobra gente con certezas,
decida, que es inteligente o por lo menos loable. Se me viene a la cabeza,
entonces, al machote de Hemingway haciendo zafari o boxeando (hasta su
suicidio, ante el abismo de la muerte, habla de su prepotencia de vida), como
ejemplo cabal de “maker inteligente”. Es más, los ejecutivos y presidentes de
empresas no son boludos, por cierto, pero tal vez sean personas con la “gracia”
de poner la ambición y la superación por sobre todo, hasta de sus sentimientos,
estimo.
Pero hay algo de cierto en el lugar común, en
la frase de Bukowski. Tal vez Mario Levrero (a este escritor sí, lo banco a
full) rondara sabiamente el tema. En la irrupción 22 de su libro Irrupciones,
reflexiona: “Pensar las cosas por uno mismo es una pérdida de tiempo y, más
grave aún, una fuente de error. La propia experiencia, llena de subjetividad,
pocas veces es un buen punto de partida, y las propias reflexiones sobre ese
punto de partida casi siempre están teñidas por los errores cometidos al
examinar otras experiencias del pasado. Es así como se forman muchos prejuicios
y se realimenta la cadena de errores, hasta que uno llega a estar equivocado en
la mayor parte de las cosas. Por eso conviene prestar atención a la cultura, es
decir, a la experiencia colectiva, y tener la flexibilidad suficiente como para
comparar esos datos con los de la propia experiencia y los propios prejuicios,
y permitir que el pensamiento fruto de la propia experiencia se modifique hasta
donde sea posible, y deseable, en base a esa experiencia colectiva. En el otro extremo del espectro están aquellos
que no saben pensar por sí mismos y que no reflexionan a partir de los datos de
la percepción propia. Son los que no pierden tiempo. Son los más eficaces y los
más exitosos. Siempre consiguen lo que quieren y lo hacen de la forma más rápida y económica posible. Son los
que todo lo aprendieron y los que, desde
cierto punto de vista (las itálicas y el subrayado son del autor),
apenas, o nada, vivieron. Forman legión; y así va el mundo…”.
En su reflexión, el uruguayo suma el tener en
cuenta o no al contexto social a la hora de percibir y tomar decisiones (un
ejemplo de humildad eso de cotejar la mirada personal con ese contexto), y por
otro manifiesta la importancia de aprender, pero desde las vivencias, para
percibir o tomar decisiones.
Seguramente haya infinidad de cosas más por
decir. Mientras sigo dándole vueltas al asunto del binomio
inteligencia-felicidad, se me viene al balero otra frase: “El mundo está dos
vasos de whisky atrasado”, es de Humprey Bogart, pero le cuadra mejor al viejo Hank.