*Febrero de 2013
Se escucha
al ceremonioso locutor, y de nuevo el retumbar monótono de tambores. De cerca nada que ver,
lo comprobaré luego: esa monotonía tiene los matices de los gritos, de las
murgas, de los púberes toqueteándose con la excusa de tirarse espuma. Pero por
ahora estoy acá, adentro de mi casa, y en los resquicios de silencio que dejan los tambores, nada de silencio; o sea, del otro lado de la ventana el sonido
europeo, armonioso, de la pieza que practica hace semanas mi vecino, el
pianista.
Luego de
ver dos capítulos de la serie de turno, en un volumen más que destacado dadas
las circunstancias, vuelvo, aunque no quiera, a ellas, las dos opciones sonoras.
Se alternan, son las dos de la mañana. Me digo que prefiero el sonido refinado,
testeado, del vecino; pero me pregunto si no será una pose.
Salgo a la
calle y veo la algarabía del piberío, compruebo (repito) que detrás de los tambores
monótonos hay gritos desafinados y desaforados de comparsa, que ahora, a la
uruguaya, incluyen oratoria descriptiva y quejosa (hasta el año pasado se
limitaban a retumbar y bailar). Me seduce la situación, que no tiene nada de
snob, cosa que compruebo con la ausencia de los gringos que pueblan los hostels
del barrio.
Pienso en
los sonidos europeos, y me veo antes de las guerras escuchando en las cortes
tamañas armonías; después pienso que la escucharían las jerarquías que
administraban los progroms, los holocaustos; aunque también los encerrados, los
matados. E intento comparar las sensaciones que me provoca tan armoniosa,
insisto, música, con lo visceral de la murga, su pobreza en lo que refiere a
espíritu individual, en su grandeza pupulacha (y entonces debería compararla
con las canciones de barricada europeas, que las debe haber pero no atravesaron
fronteras).
El pianista
le gana a la murga. Son las 2.42 y él persiste, férreo. No me viene el sueño.
En unos minutos pruebo con la pastilla.